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jueves, 26 de febrero de 2009

EL SERMÓN DEL MONTE - LA LLAVE PARA TRIUNFAR EN LA VIDA.

EL SERMÓN DEL MONTE - LA LLAVE PARA TRIUNFAR EN LA VIDA.
EMMET FOX

A mis estudiantes de Gran Bretaña a América, que han sido la inspiración y el estímulo de este libro..

PREFACIO


Este libro es la esencia destilada de muchos años de estudios bíblicos y metafísicos, y de las muchas conferencias que he impartido. Hubiera sido tarea más fácil escribir una obra más amplia; pero mi ob­jeto ha sido ofrecer al lector un manual práctico de desarrollo espiritual, y con tal fin he condensado todo lo posible la materia porque, como sabe muy bien todo estudiante, la concisión es indispensable para alcanzar el dominio de cualquier asunto.
Que nadie imagine que es posible asimilar todo el contenido del libro en una o dos lecturas. Es necesa­rio repasarlo muchas veces para comprender a fondo el sentido completamente nuevo de la vida y la gama de valores absolutamente originales que el Sermón del Monte presenta a la humanidad. Sólo entonces se experimentará el Nuevo Nacimiento.
El estudio de la Biblia no es distinto de la bús­queda de diamantes en África del Sur.
Al principio, los exploradores hallaban sólo unos pocos en el barro amarillo, felicitándose por su buena fortuna, pensando que eso sería todo lo que verían.
Luego, a medida que iban cavando capas más pro­fundas, llegaron al limo azul y quedaron maravillados al encontrar en un día tantas piedras preciosas como las que antes habían obtenido en un año, y lo que antes les había parecido una gran riqueza ahora resul­taba insignificante en presencia del nuevo tesoro.
De igual manera, querido lector, en tu explora­ción de la Verdad en la Biblia, procura no quedar satisfecho ante los primeros descubrimientos espiri­tuales, los del barro amarillo. Sigue hasta que puedas dar con el rico barro azul que se halla en el fondo.
La Biblia, sin embargo, difiere de los terrenos dia­mantíferos por el hecho sublime de que debajo del limo azul aún quedan en ella más y más estratos. Éstos son cada vez más ricos y esperan el contacto de la percepción espiritual para toda la eternidad.
Sobre todo, mi buen lector, cuando leas la Biblia, afirma constantemente que la Sabiduría Divina te va iluminando.
Es el camino para recibir la inspiración del Todo­poderoso.
He seguido la conveniente práctica moderna a la que se acomodan muchos autores de libros metafísicos y que consiste en usar mayúsculas en todos aquellos términos que representen aspectos o atribu­tos de Dios.

El Sermón Del Monte - La Llave para Triunfar en la Vida.
Por: Emmet Fox
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Marcos 12:31)
Recopilado por:
alimentoparalamente@gmail.com

miércoles, 25 de febrero de 2009

¿QUÉ ENSEÑÓ JESÚS?

EL SERMÓN DEL MONTE - LA LLAVE PARA TRIUNFAR EN LA VIDA.
EMMET FOX

¿QUÉ ENSEÑÓ JESÚS?


JESUCRISTO es, sin duda, la figura más impor­tante que jamás haya aparecido en la historia de la humanidad. Esto hemos de admitirlo; no importa cómo le consideremos. Ello es verdad así le llame­mos Dios u hombre; y, si le consideramos hombre, ya le tengamos por el más grande Profeta y Maestro del mundo, o meramente como un bienintencionado fanático que, después de una efímera y tempestuosa vida pública, sufrió el dolor, la ruina y el fracaso. Sea cual sea nuestra interpretación, quedará el hecho incontrovertible de que su vida y su muerte, así como las enseñanzas que se le atribuyen, han influi­do en el curso de la historia más que las de cualquier otro hombre que jamás haya vivido. Mucho más, incluso, de lo que lo hicieron Alejandro, o César, o Carlomagno, o Napoleón, o Washington. Son muchas las personas influenciadas por sus doctrinas, o al menos, por las que se le atribuyen; se escriben, leen y compran multitud de libros acerca de Él; se pro­nuncian más discursos (o sermones) sobre su persona que sobre todos los nombres mencionados juntos.
Él ha sido la inspiración religiosa de toda la raza europea durante los dos milenios en que ésta ha dominado y moldeado los destinos del mundo entero —tanto cultural, como social, como políticamente—, y durante el período en que toda la superficie terres­tre fue por fin descubierta y ocupada y sus rasgos salientes trazados por la civilización.
Estos hechos lo colocan a El en el primer lugar de la importancia mundial.
No hay, por lo tanto, empresa más elevada que la de inquirir e investigar acerca de Sus ideales.
¿Qué enseñó Jesús? ¿Qué quiso verdaderamente que creyésemos e hiciésemos? ¿Cuáles fueron los fines que albergaba en su corazón? Y, ¿hasta qué punto logró cumplir estos fines con Su vida y con Su muerte? ¿Hasta qué punto ha expresado o representa­do Sus ideas el movimiento llamado cristianismo, tal como ha existido durante los últimos diecinueve siglos? ¿Qué alcance tiene el mensaje que el cristia­nismo de hoy presenta al mundo? Si Él volviese ahora, ¿qué diría, en general, de las naciones que se llaman cristianas, y en particular de las iglesias cris­tianas, de los adventistas del Séptimo Día, de los anglicanos, los bautistas, los católicos, los cuáqueros, los griegos ortodoxos, los metodistas, los presbiteria­nos, los salvacionistas o los unitarios? ¿Qué fue lo que enseñó Jesús?
Éstas son las preguntas que tengo intención de responder en este libro. Me propongo demostrar que el mensaje que nos trajo Jesús tiene un valor único porque es la Verdad, la única explicación perfecta de la naturaleza de Dios y del hombre, de la vida y del mundo, así como de la interdependencia que existe entre ellos. Y lo que es más, encontraremos que Su enseñanza no es una mera apreciación abstracta del universo, lo cual sólo tendría un interés académico, sino que constituye un método práctico para el desa­rrollo del alma, un método que nos sirve para refor­mar nuestra vida y nuestro destino, de manera que podamos hacer de ellos lo que queramos.
Jesús nos explica lo que es la naturaleza de Dios y lo que es nuestra propia naturaleza; nos habla del significado de la vida y de la muerte; nos enseña por qué cometemos errores; por qué caemos en la tenta­ción; por qué enfermamos y nos empobrecemos, por qué nos hacemos viejos; y, lo que es más importante, nos dice cómo pueden ser vencidos todos estos males, y cómo podemos traer salud, felicidad, y prosperidad verdadera a nuestras vidas y a la vida de los que nos rodean, si ellos lo desean realmente.
Lo primero que tenemos que comprender es un hecho de importancia fundamental, porque significa romper con los puntos de vista ordinarios de la orto­doxia. La verdad es que Jesús no enseñó teología alguna. Su enseñanza es enteramente espiritual o metafísica. El cristianismo histórico, desafortunada­mente, ha puesto su mayor atención en las cuestiones teológicas y doctrinales, las que, por extraño que parezca, no tienen nada que ver con la enseñanza evangélica en sí. Mucha gente sencilla se sorprende­rá al comprobar que todas las doctrinas y teologías de las iglesias son invenciones humanas, nacidas en la mente de sus autores e impuestas a la Biblia desde fuera. Pero es así. No hay absolutamente ningún sis­tema teológico o doctrinal que pueda ser hallado en la Biblia; sencillamente ninguno. Personas honradas que sintieron la necesidad de obtener cierta explica­ción intelectual de la vida, creyendo también que la Biblia era una revelación de Dios al hombre, llega­ron a la conclusión de que una debía encontrarse dentro de la otra, y luego, más o menos inconscien­temente, se pusieron a crear aquello que querían encontrar. Pero les faltaba la llave espiritual y meta­física. No estaban afirmados sobre lo que podemos llamar Base Espiritual, y en consecuencia buscaron una explicación de la vida puramente intelectual o tridimensional, y es imposible explicar la existencia con semejante criterio.
La explicación verdadera de la vida del hombre descansa en el hecho de su entidad esencialmente espi­ritual y eterna, y en que este mundo, y la vida que intelectualmente conocemos, no son más que lo que mues­tra un corte en sección de la verdad completa acerca de él. Y un corte en sección de cualquier cosa —sea una máquina o un caballo— no puede damos ni tan siquie­ra una explicación parcial de lo que es el todo.
Mirando a un rinconcito del universo —y eso con ojos entreabiertos— y colocándose en un plano exclusivamente antropocéntrico y geocéntrico, los hombres han creado absurdas y horribles fábulas acerca de un Dios limitado y semejante al hombre, que rige su universo tal como un reyezuelo oriental, más bien ignorante y bárbaro, que manejara los asun­tos de su pequeño reino. A este ser así creado se le atribuyen toda suerte de flaquezas humanas, tales como la vanidad, la inconstancia, y el rencor. Luego surgió una leyenda forzada e inconsecuente acerca del pecado original, la expiación por la sangre, el cas­tigo infinito por transgresiones finitas, y, en ciertos casos, se añadió una doctrina increíblemente horrible de la predestinación al tormento eterno o a la felici­dad eterna. La Biblia no enseña ninguna teoría seme­jante. Y si estuviera en los objetivos de la Biblia sos­tener tal cosa, ello aparecería claramente expuesto en algún capítulo u otro, pero no es así.

El Sermón Del Monte - La Llave para Triunfar en la Vida.
Por: Emmet Fox
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Marcos 12:31)
Recopilado por:
alimentoparalamente@gmail.com

EL PLAN DE SALVACIÓN

EL PLAN DE SALVACIÓN

El "Plan de Salvación" que figuraba con tanta prominencia en los sermones evangélicos y en los libros de teología de la pasada generación, es tan des­conocido para la Biblia como lo es para el Corán. Nunca hubo tal plan en el universo, y la Biblia no lo expone en ninguna manera. Lo que ha sucedido es que algunos textos oscuros del Génesis, ciertas frases sacadas acá y allá de las epístolas de San Pablo y unos cuantos versículos aislados de otras partes de las Sagradas Escrituras, han sido entresacados y reunidos por los teólogos para sostener la clase de doctrina que a su parecer debería encontrarse en la Biblia. Jesús desconocía todo esto. Claro está que El no es en modo alguno como Pollyanna o un optimista. Nos advierte, no ya una vez sino muchas, que la obstina­ción en el pecado trae en verdad muy serias conse­cuencias, y que el hombre que perdiere la integridad de su alma, aun cuando ganare el mundo entero, resulta extremadamente necio. Por otra parte, nos enseña que somos castigados a causa de nuestros pro­pios errores, o mejor aún, son nuestros propios erro­res los que nos castigan. Jesús nos enseña también que cada hombre o mujer, por encenegados que estén en lo impuro y malo, tienen acceso directo a un Dios de misericordia, paternal y todopoderoso, quien los perdonará y les proporcionará Su propia fortaleza para ayudarles a descubrirse de nuevo a sí mismos, setenta y siete veces si es necesario.
Jesús ha sido también mal comprendido y mal representado en varias otras maneras. Por ejemplo, no hay ningún fundamento en su enseñanza sobre el cual establecer determinada forma de eclesiasticismo, jerarquía, o tal o cual sistema ritualista. Él no autori­zó semejante cosa, y, de hecho, todo el contenido de su pensamiento es definitivamente antieclesiástico. A través de toda su vida pública lo vemos frente a los clérigos y demás oficiales religiosos de su propio país. Por eso ellos se le opusieron y lo persiguieron después, llevados por un instinto de propia conserva­ción —instintivamente sintieron que la Verdad, tal como Él la exponía, anunciaba el fin de su poderío, y más tarde le hicieron matar—. Él pasó por alto la pre­tendida autoridad que tenían ellos como representan­tes de Dios; y hacia su ritual y ceremonias no mostró otra cosa que impaciencia y desprecio.
Parece ser que, en materia religiosa, la naturaleza humana está más predispuesta a creer en aquello que quiere que en tomarse el trabajo de escudriñar las Escrituras con una mente abierta. Hombres realmen­te sinceros, por ejemplo, se han abrogado el papel de guías del cristianismo con los más imponentes y pre­suntuosos títulos, y después se han vestido de hábitos elaborados y magníficos para impresionar así a las gentes, pese a que su Maestro, en el más claro len­guaje, ordenó estrictamente a Sus discípulos que no hiciesen nada de eso "Pero vosotros no os hagáis llamar Rabbí, porque uno solo es vuestro maestro, el Cristo, y todos vosotros sois hermanos" (Mateo 23:8). Denunció a los fariseos como hipócritas.
Jesús, como veremos más adelante, no sancionó nunca la importancia de ceremonias rituales, ni de leyes rígidas, ni de ordenanzas severas de ninguna clase. En lo que sí insistió fue en que cierto espíritu prevaleciera en la conducta de uno, siendo cuidadoso en enseñar sólo principios, sabedor de que cuando el espíritu es recto los detalles lo serán en consecuen­cia, "la letra mata pero el espíritu vivifica", según lo demostraba el triste ejemplo de los fariseos. Sin embargo, a pesar de esto, la historia del cristianismo ortodoxo se compone en su mayor parte de esfuerzos encaminados a hacer observar a los fíeles toda clase de ritos externos. Un ejemplo lo tenemos en los puri­tanos, al querer imponer a los cristianos el sábado de los judíos como día de descanso, a pesar de que las leyes sabáticas eran una ordenanza puramente he­braica. También lo tenemos en los crueles castigos sufridos por los que descuidaban lo referente exclusi­vamente a la profanación del sábado; y a pesar del hecho de que Jesús no miraba con simpatía la obser­vancia supersticiosa del sábado, diciendo que el sábado fue hecho para el hombre y no el hombre para el sábado, e insistiendo en hacer cualquier cosa que creyera oportuno en ese día. A través de Su ense­ñanza se advierte claramente que el hombre debe hacer de cada día un sábado espiritual, pensando y conduciéndose de una manera espiritual.
Es obvio, pues, que si el sábado hebreo fuera to­davía impuesto a los cristianos, como éstos no guar­dan su observancia sino la del domingo, aún estarían incurriendo en las mismas consecuencias de que­brantarlo.
Muchos cristianos modernos, sin embargo, se dan cuenta de que no hay ningún sistema de teología en la Biblia, a menos que se quiera ponerlo allí de for­ma deliberada, y han renunciado casi por completo a la teología; pero todavía cuentan con el cristianismo porque sienten intuitivamente que es la Verdad. En realidad, su actitud carece de justificación lógica puesto que no poseen la Clave Espiritual, que hace inteligible la enseñanza de Jesús, y por eso tratan de racionalizar su actitud de diversas maneras. Tal es el dilema de quien no posee ni la ciega fe de la ortodo­xia, ni la interpretación espiritual y científica de la Biblia. Se encuentra sin sostén en todo aquello que no pertenece a la vieja Escuela Unitaria. Si no recha­za del todo los milagros, siente gran incomodidad con respecto a ellos; le desconciertan y quisiera que no apareciesen en la Biblia, se alegraría mucho si los pudiera dejar de lado.
Un bien conocido clérigo ha publicado reciente­mente una Vida de Jesús que ilustra cuán falsa es esta posición. En este libro el autor concede la posi­bilidad de que Jesús curase a algunas personas o les ayudase a curarse a sí mismas; pero nada más. Niega rotundamente los otros milagros. Según él, éstos no fueron más que las acostumbradas leyendas que se forman alrededor de todos los grandes personajes de la historia. Cuando ocurría la tempestad en el lago, por ejemplo, los discípulos se hallaban en extremo asustados, hasta que se acordaron de Jesús, y este pensamiento sólo sirvió para calmar sus temores. Este hecho fue exagerado más tarde hasta convertir­se en una historia absurda que describía a Jesús mismo andando sobre las aguas para acercarse al barco. En otra ocasión, sigue el mismo autor, parece que Jesús reformó a un pecador, levantándole de una sepultura de pecados, y esto, años después, llegó a ser una leyenda ridícula en que se relata la resurrección de un muerto. Otra noche, mientras Jesús oraba fer­vorosamente, su rostro se iluminó con un extraordi­nario resplandor, y Pedro, que se había dormido, se despertó sobresaltado. Años después Pedro refería, en un cuento confuso, cómo le pareció ver a Moisés en aquella ocasión. Así se creó la leyenda de la Trans­figuración, y tal es el origen de otros y otros ejem­plos semejantes.
Por supuesto, debemos escuchar con compasión los argumentos sinceros de un hombre que se halla impresionado por la belleza y el misterio de los Evan­gelios, pero, faltándole la Clave Espiritual, cree sentir que su sentido común y toda la erudición científica de los hombres están en contradicción con el contenido de esos Evangelios. Pero no es tan sencillo. Si los milagros no sucedieron realmente, todo el resto de los Evangelios pierde su significación real. Si Jesús no creyó que fuesen posibles, tratando de llevarlos a cabo —nunca, es cierto, por ostentación, pero sí constante y repetidamente—, si Él no creyó y enseñó muchas cosas en franca contradicción con la filosofía racionalista de los siglos dieciocho y diecinueve, entonces el mensaje de los Evangelios es caótico, contradictorio y carente de todo significado. No podemos eludir este dilema diciendo que Jesús no estaba interesado en las creencias y supersticiones de su tiempo, y que las aceptó más o menos pasivamen­te porque lo que le interesaba en verdad era el carác­ter. Éste es un argumento débil, porque este carácter debe incluir una comprensión de la vida inteligente y vital a la vez. Asimismo debe incluir ciertas creencias y convicciones definidas acerca de las cosas de importancia valedera.

El Sermón Del Monte - La Llave para Triunfar en la Vida.
Por: Emmet Fox
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Marcos 12:31)
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alimentoparalamente@gmail.com

LOS MILAGROS

LOS MILAGROS

Pero los milagros sí ocurrieron. Todos los hechos que los cuatro Evangelios relatan de Jesús sucedie­ron, y muchos más. "Muchas otras cosas hizo Jesús, que si se escribiesen una por una, creo que este mundo no podría contener los libros" (jn. 21:25). Jesús mismo justificó con sus obras lo que la gente estimó ser una extraña y maravillosa enseñanza; pero Él fue aún más lejos y dijo refiriéndose a aquellos que estudian y practican sus enseñanzas: "Las cosas que hago las haréis, y muchas más aún."
Después de todo, ¿qué es un milagro? Los que niegan la posibilidad de los milagros apoyándose en el argumento de que el universo es un sistema de leyes que funcionan perfectamente sin que quepa el más mínimo fallo, están en lo cierto. Pero olvidan que el mundo que conocemos a través de los cinco sentidos, y cuyas leyes son las únicas conocidas por la mayoría de los hombres, no es más que un peque­ñísimo fragmento de todo el universo existente en la realidad, y que cada ley está subordinada a otra supe­rior en un sentido de menor a mayor. Ahora bien, el recurrir de una ley inferior a otra superior no es real­mente quebrantar la ley, porque la posibilidad de tal cosa cabe dentro de la constitución suprema del uni­verso. Por eso, en el sentido correcto de lo que la violación de una ley implica, los milagros no son posibles. Empero en el sentido de que todas las leyes ordinarias y las limitaciones corrientes de lo físico pueden ser abrogadas y contrarrestadas por algo más alto que las comprenda, los milagros, en el sentido coloquial de la palabra, no solamente son posibles sino que pueden ocurrir y ocurren.
Supongamos, por ejemplo, que un lunes nuestros asuntos se encuentran en tal condición que, humana­mente hablando, es seguro que antes que la semana termine se producirán determinados cambios. Puede tratarse de cuestiones legales, acaso alguna dura re­solución judicial o problemas físicos en nuestra salud corporal. Puede que una alta autoridad médica haya decidido que es indispensable una operación muy delicada, o aún más, que estime su deber decir al paciente que no hay esperanzas de que recobre su salud. Ahora bien, si en presencia de tales condicio­nes el sujeto en cuestión pueden elevar su conciencia por encima de las limitaciones del plano físico —lo cual no es más que una enunciación científica de lo que hacemos cuando oramos— las condiciones de ese plano serán cambiadas, y de un modo del todo imprevisto e imposible normalmente, las trágicas consecuencias esperadas se desvanecerán. La senten­cia legal no se pronunciará, el paciente se recuperará en lugar de tener que sufrir la operación o de morir, y las cosas se arreglarán para el provecho de todos.
En otras palabras, los milagros, en el sentido corriente de la palabra, pueden suceder y, en efecto, suelen suceder como resultado de la oración. La ora­ción tiene realmente el poder de cambiar las cosas. Sí, gracias a la oración, las cosas pueden venir en forma muy diferente a como hubieran venido de no haberse orado. No importa cuál sea la dificultad que enfrentamos; no importan las causas que la hayan producido. Suficiente oración barrerá la dificultad; solamente debemos ser perseverantes en nuestra ape­lación a Dios.
La oración, sin embargo, es al mismo tiempo una ciencia y un arte; y fue a la enseñanza de esta cien­cia y de este arte que Jesús dedicó la mayor parte de su ministerio. Los milagros de los Evangelios suce­dieron porque Jesús tenía aquella comprensión espi­ritual que le daba un poder en la oración superior al que nadie había tenido jamás.
Encontramos otro intento de interpretar los Evan­gelios digno de tomarse en cuenta, que es el de Tolstoi. Éste trató de presentar El Sermón del Monte como una guía práctica de vida, tomando sus precep­tos literalmente y pasando por alto la interpretación espiritual de la cual no era consciente; asimismo hizo exclusión del Plano del Espíritu en el cual no creía. Aceptando de la Biblia sólo los cuatro Evangelios y suprimiendo de ellos los milagros, hizo un esfuerzo tan heroico como vano de armonizar cristianismo y materialismo, y, por supuesto, fracasó. Su verdadero lugar en la historia resulta así no el del fundador de un nuevo movimiento religioso, sino el del genio cuyo anarquismo práctico abrió el camino a la revo­lución bolchevique tal como Rousseau preparó el advenimiento de la Revolución Francesa.
Es la Clave Espiritual lo que revela el misterio del contenido de la Biblia en general, y de los Evangelios en particular. Es esa Clave o interpretación espiritual lo que nos explica los milagros, y nos muestra cómo Jesús los hizo para probamos que nosotros también podíamos hacerlos y libramos así del pecado, de la enfermedad y de las limitaciones. Con esa Clave podemos prescindir de las inspiraciones de la elo­cuencia, y deshacemos de interpretaciones de la Bi­blia literales y supersticiosas, y no obstante entender que es ella el más preciado y auténtico tesoro que posee la humanidad.

El Sermón Del Monte - La Llave para Triunfar en la Vida.
Por: Emmet Fox
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Marcos 12:31)
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LA BIBLIA

LA BIBLIA

Desde fuera, la Biblia es una colección de docu­mentos inspirados que fueron escritos a través de siglos por hombres de todos los tipos y en circunstan­cias diversas. Muy contados de estos documentos que han llegado a nosotros son originales; en su mayoría se trata de redacciones y compilaciones de fragmentos más antiguos, y el nombre de los autores rara vez se sabe con seguridad. Esto, no obstante, no afecta en lo más mínimo al propósito espiritual de la Biblia; sino que en realidad carece de importancia. El libro, tal como lo tenemos, es una fuente inagotable de la Ver­dad espiritual, no importan los caminos por los que ha llegado a su forma presente. El nombre del autor de un capítulo cualquiera no tiene más interés que el de su amanuense a quien tal vez se lo hubiera dictado. La Sabiduría Divina es el autor, y eso es todo lo que nos importa. La exégesis o alta crítica se ocupa exclusiva­mente del aspecto externo, de la letra de las Escritu­ras, pasando por alto su contenido profundo, y tal crí­tica carece de valor desde el punto de vista espiritual.
El mensaje profundo de la Biblia nos es presenta­do a través de formas diversas: historia, biografía, así como lírica y otras formas poéticas; pero sobre todo se emplea la parábola para expresar la verdad espiri­tual y metafísica. En ciertos casos, lo que nunca ha­bía sido destinado a ser más que una parábola, fue interpretado literalmente durante algún tiempo; de ahí que a menudo haya parecido que la Biblia enseña cosas en completa contradicción con el sentido co­mún. Un ejemplo de esto lo tenemos en la historia de Adán y Eva en el Jardín del Edén. Interpretado correctamente, este relato es tal vez la más maravi­llosa de todas las parábolas. No fue el objeto del autor presentar esta historia como verídica, pero muchos la han tomado así, dando origen a toda una serie de absurdas consecuencias.
La Clave o interpretación espiritual de la Biblia nos libera de todas estas dificultades, dilemas y apa­rentes inconsecuencias. Al mismo tiempo, nos evita caer en las falsas posiciones del ritualismo, del evangelismo y también del llamado liberalismo, porque nos da la Verdad. Y la Verdad viene a ser nada menos que la sorprendente pero innegable realidad de que todo el mundo exterior —sea el cuerpo físico o las cosas comunes de la vida, los vientos y la llu­via, las nubes, la tierra misma— está sujeto al pensa­miento del hombre, y que él puede dominarlo cuan­do adquiere conciencia de ello. El mundo exterior, lejos de ser una prisión de circunstancias como comúnmente se le supone, no tiene en realidad nin­gún carácter propio, ni bueno ni malo. Su carácter es ni más ni menos que el que nuestros pensamientos le dan. Es plástico a nuestro pensamiento, cuya forma toma, y ello es cierto, entendámoslo o no, querámos­lo o no.
Los pensamientos que a lo largo del día ocupan nuestra mente, nuestro lugar secreto, están modelan­do nuestro destino hacia lo bueno o hacia lo malo. Verdaderamente, toda la experiencia de nuestra vida no es más que la proyección externa de nuestro pen­samiento.
Ahora bien, está en nosotros elegir la clase de pensamientos que albergamos en nuestro receptáculo mental. Acaso sea difícil cambiar el rumbo ordinario de nuestro vicioso modo de pensar, pero puede ha­cerse. Podemos escoger la índole de nuestros pensa­mientos —y en efecto, siempre lo hacemos así—, por consiguiente, nuestras vidas son justamente el resultado de nuestra selección mental. Son, por lo tanto, la hechura de lo que nosotros mismos hemos dispuesto, y en consecuencia, existe perfecta justicia en el universo. No existen sufrimientos como conse­cuencia del pecado original de otro, sino que recoge­mos la cosecha que nosotros mismos hemos sembra­do. Poseemos libre albedrío, pero este albedrío des­cansa en nuestra selección mental.
Tal es la esencia de lo que Jesús enseñó. Ello es, como veremos, el mensaje fundamental de toda la Biblia, pero no está expresado con igual claridad a través de toda ella. En los primeros fragmentos del libro brilla tenuemente como la luz de una lámpara envuelta en velos, pero a medida que pasa el tiempo los velos van desapareciendo sucesivamente y la cla­ridad de la luz va haciéndose más fuerte, hasta llegar a los pasajes de Jesucristo en que la luz alcanza su máxima pureza y resplandor. La Verdad nunca cam­bia, lo que cambia es la comprensión que de ella tie­nen los hombres. A través de los siglos esta com­prensión ha ido mejorando. En verdad, lo que llama­mos progreso no es más que la expresión exterior correspondiente a la idea cada vez más adecuada y amplia que se van formando los hombres de Dios.
Jesucristo recapituló esta Verdad, la enseñó cabal­mente y a fondo, y sobre todo la encarnó, es decir, la demostró en su propia persona. Ahora muchos de no­sotros podemos comprender intelectualmente lo que debe significar la plenitud de este mensaje, de lo que sucedería si se llegara a alcanzar una compren­sión completa del mismo. Pero lo que podemos de­mostrar es algo muy diferente. Aceptar la Verdad es el primer paso, pero poco hemos adelantado hasta que no la probemos en nuestras acciones cotidianas. Jesús demostró todo lo que enseñó, hasta la victoria sobre la muerte en lo que llamamos la Resurrección. Por razones que no viene al caso explicar aquí, suce­de que cada vez que superamos una dificultad por medio de la oración prestamos una ayuda a toda la raza humana en general, presente, pasada y futura; y la ayudamos a vencer esa misma clase de dificultad en particular. Jesús, al vencer toda suerte de limita­ciones a que la humanidad vive sujeta, y en particu­lar venciendo a la muerte, llevó a cabo una obra de un valor único e incalculable y por eso es lícito lla­marle Salvador del mundo.
En una ocasión de su ministerio que estimó con­veniente, Jesús quiso reunir y expresar toda su ense­ñanza en una serie de discursos, que probablemente le llevaron varios días, hablando quizá dos o tres veces al día. Este ordenamiento ha sido comparado en ocasiones y con bastante exactitud, a cierto siste­ma de escuelas de verano que tenemos hoy día.
Jesús aprovechó aquella oportunidad para hacer un resumen de su mensaje o, lo que es lo mismo, para poner los puntos sobre las íes, como se dice vul­garmente. Es natural que muchos de los presentes tomaran apuntes, los cuales fueron más tarde debida­mente reunidos y ordenados como el Sermón del Monte. Cada uno de los cuatro evangelistas reco­gió material de aquel sermón de acuerdo con sus puntos de vista personales, y es Mateo quien nos da la versión más completa y coherente. La presenta­ción que él nos ofrece es una codificación casi per­fecta de la religión de Jesucristo, y es por esa razón que se ha escogido la versión de Mateo como texto fundamental para este libro. Mateo contiene lo esen­cial; es personal y práctico; es conciso y específico, y no obstante su enseñanza es pictórica de luz. Una vez que el sentido de sus conceptos ha sido debida­mente comprendido, no falta sino ponerlos fielmente en práctica para obtener enseguida los resultados. La importancia y el alcance de tales resultados estarán en relación directa a la sinceridad y constancia con que sus instrucciones sean aplicadas. Ésta es una cuestión individual que cada uno tiene que respon­derse a sí mismo "nadie puede salvar el alma de su hermano, o pagar la deuda de su hermano". Podemos y debemos ayudamos unos a otros en determinadas ocasiones, pero es menester que cada uno de noso­tros aprenda a hacer su propio trabajo y a dejar de pecar, antes que pueda sucederle una cosa peor.
Si lo que deseamos realmente es cambiar nuestras condiciones de vida; si realmente queremos transfor­mamos; si de verdad anhelamos la salud, la serenidad y el cultivo espiritual, debemos poner nuestra mira en el Sermón del Monte, porque allí Jesús nos dice lo que tenemos que hacer. La tarea no es fácil, pero estamos seguros de que puede realizarse porque otros lo han hecho. Mas es necesario pagar el precio, y éste consiste en aplicar estrictamente los principios de Jesús en cada aspecto de la vida y en cada hecho cotidiano, tanto si sentimos el deseo de hacerlo como si no, y especialmente en aquellos casos en que nos sentimos inclinados a no hacerlo.
Si estamos dispuestos a pagar ese precio, enton­ces el estudio de este magnífico Sermón del Mon­te se convertirá para nosotros verdaderamente en el Monte de la Liberación.

El Sermón Del Monte - La Llave para Triunfar en la Vida.
Por: Emmet Fox
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Marcos 12:31)
Recopilado por:
alimentoparalamente@gmail.com

martes, 24 de febrero de 2009

EL SERMÓN DEL MONTE - LA LLAVE PARA TRIUNFAR EN LA VIDA (INTERPRETACION) - MATEO (V, 1- 48)

EL SERMÓN DEL MONTE - LA LLAVE PARA TRIUNFAR EN LA VIDA
EMMET FOX

MATEO (V, 1- 48)

LAS BIENAVENTURANZAS

Y viendo la muchedumbre, subió a un monte; y sentándose, se acercaron a él sus discípulos. Y abriendo su boca, les enseñaba, diciendo:
Bienaventurados los pobres en espíritu: porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados los que lloran: porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los mansos: porque ellos heredarán la tierra.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia: porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos: porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón: porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los pacíficos: porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia: porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados seréis cuando os vituperaren y os persiguieren, y dijeren de vosotros todo mal por mi causa, mintiendo.
Gozaos y alegraos; porque vuestra merced es grande en los cielos; que así persiguieron a los profetas que fueron antes que vosotros.
(MATEO, V 1-12)

El Sermón del Monte comienza con las ocho Bienaventuranzas. Esta es, sin duda, una de las sec­ciones más conocidas de la Biblia. Aun aquellas per­sonas cuyo conocimiento de las Escrituras se limita a media docena de los capítulos más familiares, cono­ce de memoria las Bienaventuranzas. Casi nunca las comprenden, por desgracia, y generalmente las con­sideran como consejos hacia una perfección teórica sin aplicación alguna en la vida diaria. Tal hecho se debe a una carencia completa de la Clave Espiritual.
Las Bienaventuranzas constituyen un hermoso poema en prosa de ocho versos, formando un todo armonioso que es al mismo tiempo un resumen aca­bado de la enseñanza cristiana. Se considera más una sinopsis espiritual que literaria, que recoge el espíri­tu de la enseñanza mejor que la letra. Resúmenes de esta índole son característicos del antiguo sistema oriental de tratar una cuestión religiosa o filosófica. Nos recuerda los Ocho Caminos del Budismo, los Diez Mandamientos de Moisés y otros compendios semejantes.
Jesús se dedicó exclusivamente a enseñar princi­pios generales, los cuales tenían siempre que ver con estados mentales, porque Él sabía que cuando se pien­sa con rectitud la conducta resulta asimismo recta, y, por el contrario, cuando el pensamiento toma una dirección torcida, nada puede salir bien. A diferencia de otros grandes guías religiosos. Jesús no nos da instrucciones detalladas acerca de lo que debemos o no debemos hacer; no nos manda comer o beber cier­tas cosas ni abstenemos de ellas; no nos ordena cum­plir tales o cuales observancias rituales en determina­dos tiempos o estaciones. En realidad, todo su men­saje es antirritualista y antiformalista. Por eso fue intransigente en todo momento con el clero judío y su teoría de la salvación mediante las ceremonias verificadas en el templo, "...es llegada la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... pero ya llega la hora y ahora es cuando los verdade­ros adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, pues tales son los adoradores que el Padre busca. Dios es espíritu y los que le adoran han de adorarle en espíritu y en verdad."
Los fariseos, con su terrible y detallado código de requisitos externos, fueron los únicos contra quienes Jesús mostró una completa intolerancia. Un fariseo escrupuloso de aquel tiempo —la mayoría de ellos eran extremadamente estrictos— tenía que dar cum­plimiento cada día a un sinnúmero de detalles exte­riores para alcanzar conciencia de que había satisfe­cho las exigencias de su Dios. Un rabí contemporá­neo ha calculado el número de tales requisitos en unos seiscientos, y como es obvio que ningún ser humano podría llenar cumplidamente una responsa­bilidad semejante, la consecuencia natural sería que la víctima, sabiéndose siempre muy lejos del exacto cumplimiento de su deber, viviera perennemente bajo un crónico sentimiento de pecado. Ahora bien, creerse pecador equivale prácticamente a ser pecador con todas las consecuencias que se derivan de tal condi­ción. La ética de Jesús contrasta con todo esto. Su objeto es precisamente liberar al corazón de poner su confianza en cosas externas, sea para lograr recom­pensas temporales o para alcanzar la salvación espi­ritual. Él quiere llevamos a una actitud mental com­pletamente nueva, y esto es lo que las Bienaventu­ranzas nos muestran gráficamente.

El Sermón Del Monte - La Llave para Triunfar en la Vida.
Por: Emmet Fox
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Marcos 12:31)
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“BIENAVENTURADOS LOS POBRES EN ESPÍRITU: PORQUE DE ELLOS ES EL REINO DE LOS CIELOS”

“BIENAVENTURADOS LOS POBRES EN ESPÍRITU: PORQUE DE ELLOS ES EL REINO DE LOS CIELOS”

Aquí, desde el principio, hemos de tener en cuen­ta un hecho de gran importancia práctica en el estu­dio de la Biblia y es que está escrita en su lenguaje característico, es decir, con abundancia de giros y ex­presiones, y algunas veces palabras, que se emplean en un sentido muy diferente al que se les da actual­mente en la vida diaria. A esto tenemos que agregar el hecho de que el significado de muchos términos ha variado desde que se tradujeron.
En realidad, la Biblia es un texto de metafísica, un manual para el desarrollo del alma, y todas las cuestiones que en ella se tratan son consideradas sobre esa base. Nunca será demasiado el énfasis que se dé a este punto. Tal es la razón por la cual en la Biblia cada asunto se toma en su apreciación más amplia. Todas las cosas se consideran allí en su rela­ción con el alma humana, y muchas expresiones comunes se usan en un sentido mucho más profundo que el que suele dárseles corrientemente. Por ejem­plo, la palabra "pan", tal como se emplea en la Biblia, significa no solamente cualquier clase de ali­mento para el cuerpo físico, lo cual es la interpreta­ción literaria más comprensiva, sino todas las cosas que el ser humano requiere, tales como ropa, alber­gue, dinero, educación, amistades, etcétera, y, sobre todo, las cosas espirituales, como percepción, com­prensión y, en especial, realización espiritual. "Danos hoy el pan de cada día." "Yo soy el pan de la vida." "El que coma de este pan..."
Otro ejemplo es la palabra "prosperidad". En las Escrituras significa mucho más que la mera adquisi­ción de bienes materiales. Su verdadero significado es eficacia en la oración. Obtener respuesta a la ora­ción: he aquí, para el alma humana, la única prospe­ridad que vale la pena de ser buscada. Y si alcan­zamos tal respuesta es natural también que todas nuestras necesidades materiales sean igualmente satisfechas. Claro que ciertas cosas materiales son esenciales en este plano de la existencia, pero esta clase de riqueza es, en efecto, lo que menos impor­tancia tiene en la vida, y esto es lo que quiere decir la Biblia cuando da a la palabra "próspero" su senti­do verdadero.
Ser pobre en espíritu no significa bajo ningún concepto lo que hoy en día llamamos "pobreza espi­ritual". Ser pobre en espíritu significa haber renun­ciado a toda idea preconcebida para buscar a Dios de todo corazón. El que es pobre en espíritu está dis­puesto a dejar a un lado su actual modo de pensar, sus ideas y prejuicios, y hasta su presente manera de vivir si es necesario. En otras palabras, está dispues­to a echar por la borda todo aquello que pudiera representarle un obstáculo en su búsqueda de Dios.
Uno de los pasajes más conmovedores de toda la literatura es el que se refiere al hombre rico y joven, el cual pasó por alto una de las oportunidades más grandes que se le brindaron. He aquí la historia de la humanidad en general. Rechazamos la salvación que Jesús nos ofrece —es decir, nuestra oportunidad de encontrar a Dios— porque "tenemos grandes pose­siones". Esto no significa que seamos muy ricos en lo que a dinero se refiere —los ricos son realmente una minoría—. Nuestras grandes posesiones suelen ser de otra clase: opiniones preconcebidas, confianza en nuestro propio juicio y en las ideas con que esta­mos familiarizados, orgullo espiritual como producto de méritos académicos, predisposición sentimental o material hacia determinadas instituciones y organiza­ciones, hábitos de vida que nos duele abandonar, preo­cupación por el respeto de los demás, o quizá temor al ridículo, o un inusitado interés en los honores y distinciones del mundo. Y todas estas "posesiones" nos mantienen encadenados a la roca del suplicio que es nuestro exilio de Dios.
El hombre rico y joven es una de las figuras más trágicas de todos los tiempos, no porque fuera rico, ya que la riqueza no es de por sí ni buena ni mala, sino porque su corazón estaba esclavizado por aquel amor al dinero al cual se refiere San Pablo cuando lo relaciona con la raíz del mal o de la perversión. Aun cuando hubiera sido multimillonario en plata y en oro si no hubiese puesto su corazón en sus riquezas, habría podido entrar en el Reino de los Cielos tan fácilmente como el mendigo más pobre. Empero su confianza estaba en sus posesiones, y esto le cerró la puerta.
¿Por qué el clero de Jerusalén no recibió con re­gocijo el mensaje de Cristo? Porque tenían grandes posesiones, posesiones de erudición rabínica, de honor e importancia públicos, de cargos autorizados por ser ellos los maestros oficiales de la religión. Estas posesiones habrían tenido que ser sacrificadas para recibir la enseñanza espiritual de Jesús. La gente humilde e ignorante que oía complacida al Maestro era feliz, a pesar de no tener tales posesio­nes que les pudiesen tentar a abandonar la Verdad.
¿Por qué me que en los tiempos modernos, cuando el mismo sencillo mensaje de Cristo anunciando la inmanencia y acercamiento de Dios así como la Luz Interior que arde perennemente en el alma humana, apareció de nuevo en el mundo, fueron otra vez los sencillos e indoctos quienes lo recibieron de buena gana? ¿Por qué no fueron los obispos, los decanos, los ministros o los presbíteros quienes lo dieron al mundo? ¿Por qué no fue Oxford, o Cambridge, o Harvard, o Heidelberg el gran centro de difusión de éste, el más importante de todos los conocimientos? La respuesta vuelve a ser: porque tenían grandes po­sesiones; grandes posesiones de orgullo intelectual y espiritual; grandes posesiones de egoísmo y presun­ción; grandes posesiones de honores académicos y de prestigio social.
Los pobres en espíritu no sufren ninguno de estos impedimentos, bien porque no los han tenido nunca, o bien porque se han elevado hacia un plano superior, gracias al influjo de la comprensión espiritual. Se han liberado del amor al dinero y a los bienes terrenales, del temor al qué dirán y a la desaprobación de fami­liares o amigos. Ya ninguna autoridad humana, por elevada que sea, los intimida. Han abandonado toda necia confianza en la infalibilidad de sus propias opi­niones. Por fin han comprendido que sus creencias más queridas pueden haber estado equivocadas, y que acaso su modo de ver las cosas y sus ideas sobre ellas podrían ser falsas y requieren de modificación. Están listos para emprender otra vez la ruta de la vida, y comenzar de nuevo a aprender su significación.

El Sermón Del Monte - La Llave para Triunfar en la Vida.
Por: Emmet Fox
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Marcos 12:31)
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EL SERMÓN DEL MONTE - LA LLAVE PARA TRIUNFAR EN LA VIDA (INTERPRETACION) - MATEO (V, 1- 48)

“BIENAVENTURADOS LOS QUE LLORAN: PORQUE ELLOS SERÁN CONSOLADOS”

La desgracia y la aflicción no son, en sí, buenas, siendo la voluntad de Dios que cada criatura conoz­ca la alegría y alcance una vida de gozoso éxito. "He venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia." Sin embargo, el dolor y el sufrimiento son a menudo extremadamente útiles, porque mucha gente no se tomará la molestia de buscar la Verdad hasta que la adversidad o el fracaso los fuerce a hacerlo. Entonces el dolor se convierte en algo rela­tivamente bueno. Tarde a temprano, cada ser humano tendrá que descubrir la verdad que es en Dios, y verificar por sí misma su propio contacto con El. Tendrá que alcanzar aquella comprensión de la Ver­dad que le liberará para siempre de las limitaciones de nuestro mundo tridimensional y sus concomitan­tes —el pecado, la enfermedad y la muerte—. Pero la mayoría no emprenderán la búsqueda de Dios de todo corazón a menos que los obligue a ello algún tipo de contrariedad. Lo cierto es que no es necesario que el hombre sufra desgracias, porque si antes bus­case a Dios las desgracias nunca vendrían. Siempre es posible elegir entre aprender por medio del desa­rrollo espiritual o mediante las dolorosas experien­cias, y si alguien escoge este último procedimiento, nadie sino él tiene la culpa.
Por regla general, sólo después que se ha perdido la salud, y todos los recursos ordinarios de la medi­cina han fallado en proporcionamos alivio, es cuan­do nos decidimos seriamente a buscar esa compren­sión espiritual del cuerpo como encamación verdade­ra de la Vida Divina, única cosa que nos ofrece la garantía de superar la enfermedad y finalmente la muerte. Pero si, conocedores de nuestra verdadera naturaleza, nos volviésemos a Dios mientras nuestra salud es buena, no se daría nunca el caso de que cayésemos enfermos.
De igual manera sucede con la pobreza: sólo cuando la apretura económica se extrema, habiéndo­se perdido los más indispensables recursos, es cuan­do nos volvemos a Dios como último refugio, y aprendemos que el Poder Divino es en realidad la fuente de todos los bienes que la humanidad recibe, y que las cosas materiales no son sino los canales por los cuales se manifiesta la bondad de Dios.
Pero es necesario que esta lección sea aprendida a fondo antes de que un hombre pueda alcanzar expe­riencias más altas y amplias que las que tiene en el presente. En la Casa del Padre hay varias moradas pero la llave de la morada superior es siempre el dominio completo de aquélla en la cual estamos. Por eso resulta muy conveniente el hecho de que deba­mos aprender lo antes posible de dónde y cómo nos viene nuestra prosperidad. Si los que son prósperos reconocieran a Dios como la verdadera fuente de lo que tienen, mientras aún están prósperos, y oraran regularmente por mayor comprensión espiritual acer­ca de este punto, jamás tendrían que lamentar pobre­za o estrechez económica de ninguna clase. Al mismo tiempo, hemos de tener presente que debemos emplear bien nuestros recursos actuales, no acumu­lando riquezas por egoísmo sino más bien recono­ciendo que es a Dios a quien todo pertenece en el mundo, y que nosotros no somos más que sus agen­tes u hombre de confianza. La posesión de dinero lleva consigo una responsabilidad ineludible. Precisa que sea administrado con prudencia o, de lo contra­rio, habrá que atenerse a las consecuencias.
Este principio general es aplicable a todos nues­tros problemas, no solamente a las dificultades físi­cas o financieras, sino también a todos los otros males a que está sujeto el género humano. Ningún motivo de pesar —problemas de familia, altercados e incomprensiones, pecados y remordimientos, etcéte­ra— nos quitará nunca la paz si buscamos en primer lugar el Reino de los Cielos y la Recta Comprensión. En cambio, si no lo hacemos así, todo aquello nos vendrá, aunque el sufrimiento nos reconfortará, a pesar de su apariencia ingrata.
En la Biblia "confort" significa Presencia de Dios, la cual es el final de toda lamentación.
Las iglesias ortodoxas nos han presentado con demasiada frecuencia un Cristo crucificado muriendo en la cruz; pero el que nos da la Biblia es un Cristo que se alza triunfante.

El Sermón Del Monte - La Llave para Triunfar en la Vida.
Por: Emmet Fox
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EL SERMÓN DEL MONTE - LA LLAVE PARA TRIUNFAR EN LA VIDA (INTERPRETACION) - MATEO (V, 1- 48)

“BIENAVENTURADOS LOS MANSOS: PORQUE ELLOS HEREDARÁN LA TIERRA POR HEREDAD”

A primera vista esta Bienaventuranza parece tener muy poco sentido, y los hechos ordinarios de la vida parecen contradecir el que tiene. Ningún hombre cuerdo, observando el mundo que le rodea y estu­diando la historia, podría sinceramente aceptar este dicho al pie de la letra, y la mayoría de los cristianos lo han pasado por alto en la práctica, sintiendo con pena que las cosas deberían ser así sin duda, pero que de hecho no lo son ciertamente.
Pero esta actitud no conduce a nada. Tarde o tem­prano el alma llega a un punto en que tiene que des­cartar de una vez para siempre todas las evasiones y subterfugios, y enfrentarse honradamente a las reali­dades de la vida, cueste lo que cueste.
Es necesario admitir que o Jesús pensaba lo que decía, o que no lo pensaba; que sabía de qué habla­ba, o no lo sabía. De lo contrario, si esto no se toma en serio, nos vemos arrastrados a una posición que ningún cristiano querría aceptar —o que Jesús decía lo que no creía en verdad, como hace la gente poco escrupulosa, o que decía disparates—. Esta situación ha de ser definida en el mero principio de nuestro estudio del Sermón del Monte. Es decir, o toma­mos en serio a Jesús, o no, y en este caso su ense­ñanza deberá ser abandonada del todo y la gente debe dejar de llamarse cristiana. Honrar a Jesús de labios afuera, decir que el Evangelio es la Verdad divinamente inspirada, jactamos de ser cristianos y después evadimos de poner en práctica en la vida diaria todo lo que se infiere de su doctrina, es sim­plemente debilidad fatal e hipocresía de la peor espe­cie. O Jesús es un guía digno de confianza, o no lo es. Y si lo es, honrémosle aceptando que Él, en rea­lidad, sabía lo que decía, y que conocía mejor que nadie el arte de vivir. Las penas y ansiedades que pa­dece la humanidad se deben por completo al hecho de que nuestro modo de vivir es tan opuesto a la Ver­dad que las cosas que Jesús dijo y enseñó nos pare­cen a primera vista absurdas y locas.
Lo cierto es que cuando se la comprende correc­tamente, encontramos que la enseñanza de Jesús es no solamente verdadera, sino sumamente practicable. En verdad es la más practicable de todas las doctrinas. Llegamos a descubrir, pues, que Jesús no era un visionario sentimental ni un mero dispensador de tri­vialidades, sino un consumado realista como sólo un gran místico puede serlo; y la esencia total de su doctrina así como su aplicación práctica están com­prendidas sumariamente en este texto.
Esta Bienaventuranza se halla entre la media docena de los versículos más importantes de la Biblia. Cuando se está en posesión del sentido espi­ritual de este texto, se posee el Secreto de Dominio, el secreto que nos hace aptos para superar toda clase de dificultad. Es, literalmente, la Llave de la Vida. Es el mensaje de Jesús reducido a una sola frase.
Estas palabras son, actualmente, como la Piedra Filosofal de los Alquimistas que transforman el me­tal básico de la limitación y la aflicción en el oro del "confort", o sea, la verdadera armonía.
Notemos que hay en el texto dos palabras que obran como polos sobre la atención: "manso" y "tie­rra" —ambas son empleadas en un sentido muy especial y altamente técnico, el cual ha de ser bien aclarado antes de que se revele el significado oculto que llevan en el fondo—. En primer lugar, la palabra "tierra" no se usa en la Biblia como mera referencia al globo terrestre. Significa manifestación; manifes­tación o expresión es el resultado de una causa. Es necesario que una causa se manifieste o exprese antes que podamos conocerla; y, por otra parte, toda manifestación o expresión tiene que tener su causa. Ahora bien, en la metafísica divina, y particularmen­te en el Sermón del Monte, aprendemos que toda causa es mental, y que nuestros cuerpos y todo lo que nos concierne —hogar, negocios, toda nuestra experiencia— no son sino la manifestación de nues­tro propio estado mental. El hecho de que seamos inconscientes de la mayor parte de nuestros estados mentales no quiere decir nada, porque de todos modos están ahí en la mente subconsciente, no importa que ya los hayamos olvidado o que jamás hayamos sido conscientes de ello.
En otras palabras, nuestra "tierra" significa la totalidad de nuestra experiencia externa, y "heredar la tierra" significa adquirir dominio sobre esa expe­riencia, o sea, tener la facultad de ordenar nuestra vida en condiciones de armonía y éxito positivo. "Toda la tierra se llenará de la gloria del Señor." "Su alma morará a gusto y su simiente (oraciones) here­dera la tierra" "El Señor reina, gócese la tierra." Así vemos que cuando la Biblia habla acerca de la tierra —poseer la tierra, gobernar la tierra, llenar la tierra de Su gloria, etcétera—, se refiere a nuestras condi­ciones de vida, desde la salud corporal hasta el más mínimo detalle de nuestros asuntos personales. Y este texto está ahí para decimos cómo podemos alcanzar pleno dominio sobre nuestra vida y ser así los dueños de nuestro destino.
Pero veamos cómo puede hacerse esto. La Biena­venturanza dice que el dominio, o sea, la capacidad de gobernar las condiciones de nuestra vida, ha de alcanzarse de cierta manera, y de la más inesperada de las formas —nada menos que siendo manso—. No obstante, es también cierto que esta palabra está usada en un sentido especial y técnico. Su significa­ción verdadera no es en modo alguno la que hoy se la da en el lenguaje moderno. En efecto, actualmente hay pocas cualidades de la naturaleza humana más desagradables que aquélla expresada por la palabra "mansedumbre". Para el lector moderno el adjetivo sugiere generalmente la idea de una persona débil, falta de valor y de respeto hacia sí misma, y proba­blemente hipócrita y ruin al mismo tiempo. No ocu­rría lo mismo en tiempos de Dickens. El lector moderno, con estas connotaciones de la palabra en mente, se siente inclinado a menospreciar el concep­to general del Sermón del Monte, porque ya al principio se le dice que sólo siendo manso obtendrá la facultad de dominio; y tal doctrina le resulta inaceptable.
Pero la palabra "mansedumbre", en sentido bíbli­co, quiere dar a entender una actitud mental que nin­guna otra palabra en particular describe con exacti­tud, y precisamente en esa actitud mental radica el secreto de la "prosperidad" o del éxito en la oración. Es una combinación de mente abierta, de fe en Dios, y del convencimiento de que la voluntad de Dios con respecto a nosotros es siempre algo vital e interesan­te, que trae gozo a la existencia, y muy superior a cuanto nosotros pudiéramos imaginar. Este estado mental incluye asimismo una completa predisposi­ción a permitir que la voluntad de Dios se manifies­te en la forma que considere mejor la Sabiduría Divi­na, y no según el modo particular que nosotros haya­mos escogido.
Esta actitud mental, compleja en su análisis aun­que sencilla en sí misma, es la Llave del Poder, o sea, el éxito en la prueba. No hay palabra para ella en el lenguaje corriente porque la cosa no existe sino para quienes están afirmados sobre la Roca Espiritual de la palabra de Jesucristo. Si deseamos heredar la tierra, debemos absolutamente adquirir "mansedumbre".
Moisés, que tuvo un éxito tan extraordinario en la oración, se destacaba notablemente por esta cualidad.
Sobrepasó la creencia establecida sobre la vejez, mostrando la potencia física de un joven en plenitud de vida, cuando, de acuerdo con el calendario conta­ba ciento veinte años de edad, y por fin trascendió completamente su ser físico, o se "desmaterializó", sin morir. Recordamos también que Moisés, además de su éxito personal, realizó una obra maravillosa por su pueblo, liberándolo de la esclavitud en Egipto a través de increíbles dificultades (porque el afortu­nado Éxodo fue la "prueba" de Moisés y de unas cuantas almas superiores que le ayudaban) e influ­yendo en todo el curso ulterior de la historia con su enseñanza y sus hazañas. Moisés tenía una mente abierta, lista siempre para aprender y poner en prác­tica nuevos modos de pensar y de actuar. No recha­zaba una revelación acabada de surgir con el pretex­to de ser novel o revolucionaria, como habría hecho la mayoría de sus presuntuosos colegas de la jerar­quía religiosa en Egipto. Él no estaba exento, por lo menos al principio, de serias faltas en su carácter, pero su alma era demasiado grande para ser tocada por el orgullo espiritual o intelectual; por eso se fue alzando poco a poco sobre tales defectos, a medida que el nuevo conocimiento de la Verdad actuaba en lo íntimo de su ser.
Moisés comprendía cabalmente que acomodarse de una manera estricta a la voluntad de Dios, lejos de acarrear la pérdida de ningún bien, sólo podía signi­ficar una vida más alta, mejor y más espléndida. En consecuencia, no consideró como un sacrificio la aceptación de esa Voluntad; por el contrario, la esti­mó como la más elevada forma de glorificación per­sonal, en el verdadero y maravilloso sentido de esta palabra. La glorificación personal del egoísta es la vanidad vil que, al fin, conduce a la humillación. La verdadera glorificación personal, la que es realmente gloriosa, es la glorificación de Dios."El Padre en mí. El hace el trabajo. Yo en Ti y Tú en mí". Moisés comprendió a la perfección el poder de la Palabra hablada para hacer surgir el bien, lo cual es fe cien­tífica. Fue uno de los hombres más mansos que jamás hayan vivido, y nadie, con excepción de nues­tro Señor, ha recibido la tierra por heredad hasta tal punto.
Un delicioso proverbio oriental afirma que "la mansedumbre obliga a Dios mismo".

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EL SERMÓN DEL MONTE - LA LLAVE PARA TRIUNFAR EN LA VIDA (INTERPRETACION) - MATEO (V, 1- 48)

“BIENAVENTURADOS LOS QUE TIENEN HAMBRE Y SED DE JUSTICIA: PORQUE ELLOS SERÁN SACIADOS”

"Justicia" es otra de las palabras clave de la Biblia que el lector tiene que poseer si quiere pene­trar en el profundo sentido del libro. De igual mane­ra que "tierra" y "manso", "justicia" es un término técnico usado en un sentido definido y especial.
Justicia, en su acepción bíblica, tiene que ver no solamente con rectitud de conducta, sino con el pensamiento recto en cada aspecto de la vida. A medida que nos adentremos en el estudio del Sermón del Monte, encontraremos en cada frase una reiteración de esta gran verdad: las cosas exteriores no son sino la expresión (expresar, presionar hacia fuera), o ma­nifestación gráfica de nuestros pensamientos y creen­cias internas. Encontraremos también que tenemos el dominio o poder de guiar a voluntad el curso de nues­tros pensamientos, por lo cual, indirectamente, somos nosotros quienes hacemos nuestras vidas conforme a la índole de nuestro pensar. Jesús nos repetirá cons­tantemente en estas pláticas que nosotros no podemos ejercer acción directa alguna sobre las cosas exterio­res, porque éstas no son más que las consecuencias o, por decirlo así, las imágenes de lo que ocurre en el Lugar Secreto. Si nos fuera posible cambiar directa­mente lo exterior sin alterar nuestro modo de pensar, ello significaría que podríamos pensar en una cosa y producir otra, lo cual sería contrario a la Ley del Uni­verso. En efecto, es esta noción, errónea, la que cons­tituye precisamente la base falsa de todas las desgra­cias humanas —enfermedades, pecado, contiendas, po­breza, y hasta la misma muerte—.
Sin embargo, la gran Ley del Universo es ni más ni menos ésta: lo que llevamos en nuestra mente es la causa determinante de nuestra experiencia. Tal como es lo de dentro, así es lo de afuera. No pode­mos pensar una cosa y producir otra. Si queremos tener control sobre las circunstancias que nos rodean para hacerlas armoniosas y felices, primero tenemos que convertir en armoniosos y felices nuestros pen­samientos, y entonces lo exterior seguirá el mismo camino. Si deseamos salud, pensemos antes que nada en salud, y, recordémoslo, esto no quiere decir sola­mente pensar en un cuerpo sano, aunque ello es importante, sino que tal estado mental incluye pensa­mientos de paz, de gozo y de buena voluntad para con todos, porque, como veremos más adelante en el Sermón, las emociones negativas son una de las prin­cipales causas de la enfermedad. Si queremos elevar nuestra estatura espiritual y crecer en el conocimien­to de Dios, debemos imprimirles un ritmo espiritual a nuestros pensamientos, y concentrar nuestra aten­ción (que es la vida misma) en Dios más bien que en nuestras limitaciones.
Si queremos prosperar materialmente, hemos de tener pensamientos de prosperidad, y hacer un hábito de este pensar, porque lo que mantiene a la mayoría de la gente en la pobreza es la costumbre de pensar en términos de pobreza. Si queremos vemos rodea­dos de amable compañerismo y tener el afecto de los demás, es preciso que en nuestros pensamientos se reflejen el amor y la buena voluntad. "Todas las cosas trabajan juntas para el bien de aquellos que aman el bien."
Cuando un hombre despierta al conocimiento de estas grandes verdades, naturalmente trata de aplicar­las a la vida. Comprendiendo al fin la importancia vital de la justicia, o de mantener solamente pensa­mientos armoniosos, un hombre razonable empieza en seguida a tratar de poner en orden su casa. Pero encuentra que, aunque la teoría es bastante simple, la práctica es cualquier cosa menos fácil. Ahora bien, ¿por qué ha de ser esto así? La respuesta estriba en la extraordinaria potencia del hábito; y nuestros hábi­tos de pensamiento son a la vez los más sutiles y los más difíciles de romper. Abandonar un hábito físico es comparativamente más fácil, si uno se lo propone con seriedad, porque la acción sobre el plano físico es mucho más lenta y palpable que sobre el plano mental. Cuando se trata de hábitos mentales no pode­mos, por así decirlo, echamos a un lado y mirarlos objetivamente como hacemos al contemplar nuestras acciones. Nuestros pensamientos se deslizan por el campo del conocimiento en una corriente incesante, y con tal rapidez que sólo con una vigilancia activa y constante podemos dirigirlos. Además, el teatro de nuestros actos es el lugar en que nos encontramos. No puedo obrar más que en donde estoy. Puedo, por supuesto, dar órdenes por carta o por teléfono, o puedo tocar un timbre y obtener ciertos resultados a distancia. No obstante, el acto mismo ocurre donde estoy y en el momento actual. En cambio, con el pensamiento puedo recorrer todo el panorama de mi vida, evocar a todas las personas que he conocido, y con igual facilidad puedo sumergirme en el pasado o remontarme hacia el futuro. Vemos, por lo tanto, que la tarea de lograr un equilibrio de pensamiento justo y pleno de armonía, es mucho mayor de lo que a pri­mera vista parece.
Por esta razón, muchos se desalientan y se culpan a sí mismos, al no poder transformar enseguida su ritmo mental y, como dice San Pablo, destruir para siempre al viejo Adán. Esto, por supuesto, es un grave error. La condena de sí mismo, al ser un pen­samiento negativo y por lo tanto injusto, tiende a producir más dolor aún, conservando el viejo círculo vicioso. Si no progresamos tan aprisa como quisiéra­mos, el remedio es redoblar la vigilancia a fin de mantener el pensamiento en un cuidadoso estado de armonía. No nos detengamos en nuestros errores o en la lentitud de nuestro progreso. Clamemos por la Presencia de Dios en nuestra vida, con tanto más ahínco cuanto mayor sea la dificultad que trata de desalentamos. Pidamos Sabiduría, Poder o Prosperi­dad en la oración. Hagámonos un inventario mental y revisemos con cuidado nuestra vida, no sea que en algún rinconcito de nuestra mente aún se escondan pensamientos torcidos. ¿Sigue habiendo aún algún aspecto de nuestra conducta que no es del todo recto? ¿Hay alguien a quien no hemos perdonado todavía? ¿Nos permitimos algún tipo de odio políti­co, religioso, o racial? Si tenemos allí tal sentimien­to, seguro que está disfrazado bajo la capa de una falsa justificación. Si lo descubrimos, arranquémosle el disfraz de ilusión con que se oculta, y deshagámo­nos de él como si fuera una cosa perniciosa porque está envenenando nuestra vida. ¿Se nos ha colado en el corazón cierta dosis de envidia personal o profe­sional? Este sentimiento vicioso es mucho más común de lo que suele admitirse en buena sociedad. Si damos con él, echémoslo, cueste lo que cueste. ¿Estamos abatidos por alguna pena sentimental, algún anhelo inútil o imposible? En tal caso, refle­xionemos. Como almas inmortales e hijos de Dios, poseyendo el dominio espiritual, ninguna cosa buena está fuera de nuestro alcance, aquí y ahora. No mal­gastemos tiempo lamentando el pasado, sino saque­mos del presente y del futuro la realización espléndi­da de los deseos de nuestro corazón ¿Nos agobia el remordimiento por faltas pasadas? Pues tengamos presente que éste, a diferencia del arrepentimiento, no es más que una forma de orgullo espiritual. Go­zarse en él, como hacen algunos, es traicionar al Amor y a la Misericordia de Dios, quien dice: "Con­templad ahora el día de la salvación." "Contemplad como hago cosas nuevas".
En esta Bienaventuranza, Jesús nos aconseja que no nos desanimemos si no obtenemos enseguida la victoria, si nuestro progreso parece lento. Por otra parte, si no hacemos ningún progreso, ello se debe con toda seguridad a que no estamos orando bien, y nos toca a nosotros descubrir la causa examinando nuestra vida y pidiendo de lo Alto sabiduría y direc­ción. En verdad, debemos pedir constantemente a Dios que nos ilumine y nos guíe, y derrame sobre nosotros el poder vivificante del Espíritu Santo, para que la eficacia de nuestra oración —nuestra prosperi­dad— se acreciente de día en día. Pero si vemos al­gún adelanto, si las cosas mejoran aun cuando sea despacio, no hay motivo para que nos sintamos desa­nimados. Tan sólo es necesario que nos esforcemos resueltamente, y que nuestros intentos sean sinceros. Es imposible que un hombre persevere en buscar la verdad y la justicia de todo corazón, sin que sea coronado por el éxito. Dios no es falso y no se burla de sus hijos.

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EL SERMÓN DEL MONTE - LA LLAVE PARA TRIUNFAR EN LA VIDA (INTERPRETACION) - MATEO (V, 1- 48)

“BIENAVENTURADOS LOS MISERICORDIOSOS: PORQUE ELLOS ALCANZARÁN MISERICORDIA”

He aquí un resumen conciso de la Ley de la Vida, que Jesús desarrolla más adelante en el Sermón (Mateo 7,1-5). Esta Bienaventuranza no requiere mucho comentario, porque las palabras empleadas comportan el sentido habitual que hoy se les da en la vida diaria, y la frase es tan clara y obvia en su sig­nificado como la ley expresada es sencilla e inflexi­ble en su acción.
El punto que necesita tener en cuenta un científi­co cristiano que quiere aplicar científicamente su religión es que, como siempre, la aplicación vital del principio formulado en esta Bienaventuranza ha de hacerse en el campo del pensamiento. Lo que en esencia importa es que seamos mentalmente miseri­cordiosos. Las buenas acciones, si van acompañadas de pensamientos no bondadosos, son pura hipocresía, dictadas por el temor, o el deseo de vanagloria, o algún motivo semejante. Son falsificaciones que no dan provecho al dador ni al que las recibe. Por otra parte, un pensamiento bueno hacia nuestro prójimo lo bendice espiritual, mental y materialmente, y nos bendice a nosotros al mismo tiempo. Seamos misericordiosos al juzgar a nuestro prójimo, porque lo cier­to es que todos somos uno, y cuanto mayor parezca ser su error, tanto más grande es nuestro deber de ayudarle con el pensamiento adecuado, facilitándole así la manera de liberarse. Tan pronto comprendamos el poder del Pensamiento Espiritual —la Verdad del Cristo— adquirimos una responsabilidad que otros no tienen, y que no podemos evadir. Cuando tenga­mos evidencia de la falta de nuestro prójimo, recor­demos que el Cristo que está en él clama por el soco­rro de nosotros, que estamos iluminados; así que, seamos misericordiosos.
Porque en realidad y en verdad todos somos uno; formamos parte del manto viviente de Dios. El mismo trato que hoy les damos a otros, tarde o tem­prano lo recibiremos; igualmente recibiremos la misma misericordia, en el momento en que la nece­sitemos, de aquellos que están más adelantados en el camino que nosotros. Por encima de todo hay una verdad, y es que, liberando a otros del peso de nuestra condena, hacemos posible el absolvemos a nosotros.

El Sermón Del Monte - La Llave para Triunfar en la Vida.
Por: Emmet Fox
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Marcos 12:31)
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EL SERMÓN DEL MONTE - LA LLAVE PARA TRIUNFAR EN LA VIDA (INTERPRETACION) - MATEO (V, 1- 48)

“BIENAVENTURADOS LOS LIMPIOS CORAZÓN; PORQUE ELLOS VERÁN A DIOS”

Éste es otro de esos preceptos maravillosos en los que la Biblia es tan rica. Toda la filosofía de la reli­gión se encuentra aquí, resumida en pocas palabras. Como es costumbre en las Escrituras, las palabras están usadas en un sentido técnico y abarcan una idea mucho más amplia que la que tienen en la vida diaria.
Empecemos considerando la promesa que se nos hace en esta Bienaventuranza. Nada menos que ver a Dios. Ahora bien, sabemos desde luego que Dios no tiene forma corporal, y por lo tanto el asunto no con­siste en "verle" tal como vemos físicamente con nues­tros ojos a un semejante o un objeto. Si pudiésemos ver a Dios de esta manera, sería El limitado y, por lo tanto, ya no sería Dios. "Ver" se refiere aquí a la per­cepción espiritual, aquella capacidad de concebir la naturaleza verdadera de Dios, de la cual infortunada­mente carecemos.
Vivimos en el universo de Dios, pero no conoce­mos en manera alguna cómo es en realidad. El Cielo no es un lugar lejano en el firmamento, sino que nos está rodeando ahora mismo. Pero como nos falta la percepción espiritual, no podemos reconocerlo, o, por decirlo de otro modo, no podemos experimentar­lo. Y ése es el sentido en que podemos entender que se nos niega la entrada al Cielo. Estamos en contac­to con un fragmento pequeñísimo de ese Cielo al cual llamamos universo, pero aun ese pequeño frag­mento lo vemos torcido en su mayor parte. El Cielo es el nombre religioso que significa la presencia de Dios. El Cielo es infinito, pero nuestra manera de ver las cosas nos lleva a interpretarlo en función de un mundo de tres dimensiones. El Cielo es la Eternidad, pero la experiencia que tenemos aquí llega a nuestro conocimiento en serie, en una secuencia que llama­mos "tiempo", lo cual nunca permite que compren­damos una experiencia en su totalidad. Dios es el Espíritu Divino, y en ese Espíritu no hay limitacio­nes ni restricciones de ninguna clase. Sin embargo, vemos todas las cosas distribuidas en lo que llama­mos "espacio", es decir, están espaciadas; ello da lugar a una restricción artificial que constantemente estorba el reagrupamiento de los sucesos de nuestra experiencia que requiere el pensamiento creador.
El Cielo es el reino del Espíritu, la Sustancia pu­ra; allí no hay vejez, ni decadencia, ni discordia; es el reino del Eterno Bien. Y sin embargo, a nuestros ojos todo está envejeciendo, decayendo, deteriorán­dose; floreciendo para marchitarse, naciendo para morir.
Nos parecemos a un daltónico que estuviera en un jardín rodeado de bellas flores. Por todo su alre­dedor hay colores gloriosos, pero él no los percibe, no está consciente de ellos. Para él todo es negro, o blanco, o gris. Si suponemos que le falta también el sentido del olfato, comprenderemos que no puede apreciar más que una parte infinitesimal de la magni­ficencia de ese jardín. No obstante, todo ese resplan­dor está delante de él y es para él; pero no es capaz de percibirlo.
A esta limitación se la conoce en Teología como "Caída del Hombre" y consiste en tener una tenden­cia a ejercer su voluntad en oposición a la voluntad de Dios. "Dios hizo al hombre íntegro, pero éste se ha buscado muchas limitaciones." Nuestra tarea es superar esas limitaciones tan rápidamente como sea posible, hasta que lleguemos a conocer las cosas como en realidad son. Esto es lo que quieren decir las palabras "ver a Dios" y verle "cara a cara". Ver a Dios es comprender la Verdad, una experiencia que trae la libertad infinita y la felicidad perfecta.
En esta maravillosa Bienaventuranza Jesús nos dice exactamente cómo habrá de cumplirse esta tarea suprema, y quiénes son los que la llevarán a cabo: los limpios de corazón. Aquí de nuevo hay que tener en cuenta que las palabras "puro" y "pureza" tienen un sentido mucho más amplio que el que corriente­mente se les atribuye. "Pureza", en la Biblia, significa mucho más que la limpieza física, por importante que ésta sea. En plenitud de sentido consiste en el reconocimiento de Dios como la única Causa verda­dera y el único Poder verdadero que existe. Es lo que en otro lugar se denomina "el ojo simple" y es nada menos que el secreto por medio del cual podemos escapar de toda enfermedad, desgracia o limitación, en fin, a la caída del hombre. Por lo cual, bien podría­mos parafrasear esta Bienaventuranza más o menos de este modo:

"BIENAVENTURADOS quienes reconocen a Dios co­mo la única Causa verdadera, la única Presencia verdadera y el único Poder real, no de una manera teórica o formal, sino en la práctica, es decir, con palabras, y acciones; y no meramente en una parte de su vida, sino en todo rincón de la vida y del espíritu; no teniendo reserva alguna para con Dios, sino armo­nizando la voluntad de ellos, aun en los detalles más menudos, con la voluntad de Él —porque ellos ven­cerán todas las limitaciones de espacio, tiempo y materia, así como las flaquezas de la mente camal; y estarán conscientes y gozarán para siempre de la Pre­sencia de Dios—."

Podemos advertir lo tosca que resulta cada pará­frasis de la verdad bíblica comparada con la conci­sión y gracia del Libro Santo. Pero conviene que cada persona parafrasee de vez en cuando los textos más conocidos de la Escritura, porque esto le ayuda­rá a comprender con exactitud cuál es el significado que les va atribuyendo. Ello también servirá para destacar algún sentido profundo sobre el cual se ha pasado inadvertidamente. Notemos que Jesús habla de los limpios de corazón. La palabra "corazón" en la Biblia indica generalmente lo que los psicólogos modernos llaman la mente subconsciente. Esto es de extrema importancia, porque no basta que aceptemos la Verdad sólo con la mente consciente. En tal caso nuestra aceptación no es más que una opinión. Sólo cuando es aceptada por la mente subconsciente, y asimilada así por toda la mentalidad, puede la Verdad reformar el carácter y transformar la vida. "Como un hombre piensa en su corazón así es él." "Guarda tu corazón con diligencia, pues de él brotan las fuentes de la vida."
Mucha gente, especialmente la que se considera culta, posee un caudal de conocimientos que no lo­gran cambiar ni mejorar su vida. Los médicos saben todo sobre la higiene, pero viven a menudo de una manera poco higiénica; los filósofos que están entera­dos de la sabiduría humana atesorada a través de los siglos, continúan conduciéndose de una manera tonta y absurda. Por consiguiente, unos y otros tienen vidas frustradas e infelices. La razón de ello es que sus co­nocimientos son simplemente opinión, erudición acu­mulada en la mente. Para que un conocimiento pueda cambiamos es necesario que se incorpore a nuestra mente subconsciente, vale decir, que penetre hasta lo más íntimo del corazón. Los psicólogos modernos están en lo cierto al tratar de reeducar la mente sub­consciente, aunque hasta ahora no han encontrado el método seguro para ello. Ese método no es otro que la Oración Científica, o sea, la práctica de la Presen­cia de Dios.

El Sermón Del Monte - La Llave para Triunfar en la Vida.
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EL SERMÓN DEL MONTE - LA LLAVE PARA TRIUNFAR EN LA VIDA (INTERPRETACION) - MATEO (V, 1- 48)

“BIENAVENTURADOS LOS PACÍFICOS: PORQUE ELLOS SERÁN LLAMADOS HIJOS DE DIOS”

Recibimos aquí una lección práctica de incalcula­ble valor sobre el arte de la oración —y la oración, recordémoslo, es el único modo de renovar nuestra comunión con Dios—. A primera vista, esta Biena­venturanza puede pasar por una generalización reli­giosa de carácter meramente convencional, y hasta por una de esas trivialidades sentenciosas que usan los que quieren impresionar a sus oyentes no tenien­do nada original que decir. A decir verdad, la oración es la única acción completa en el sentido más exacto de la palabra, porque es la única cosa capaz de cam­biar el carácter. Un cambio en el carácter o en el es­píritu es un verdadero cambio. Cuando se verifica un cambio de esa clase, el sujeto se toma diferente, y durante el resto de su vida se conduce de manera diferente. En otras palabras, ya no es la misma perso­na de antes. El grado de diferencia puede ser casi imperceptible cada vez que se ora; sin embargo, aun­que pequeño, tiene lugar, porque es imposible orar sin que nos hagamos diferentes en algún grado Si pudié­semos tomar consciencia plenamente de la Presencia de Dios, un cambio radical y dramático se obraría en nuestro carácter en un abrir y cerrar de ojos, transfor­mando nuestro modo de pensar, nuestros hábitos, nues­tra vida entera. La historia registra numerosos ejem­plos de esta clase, tanto en Oriente como en Occiden­te; las llamadas conversiones son hechos auténticos que lo ejemplifican con claridad. Tan radical es el cambio que resulta de la oración que Jesús lo llama "nacer de nuevo". En efecto, puesto que la persona se convierte en otro ser, es lo mismo que si naciera de nuevo. La palabra "oración" incluye toda forma de co­munión con Dios, así como todo esfuerzo encaminado a ese fin, ya sea vocal o puramente mental. La oración puede ser también afirmación o invocación, siendo cada una de ellas buena en su propio lugar; puede ser asimismo meditación, y la más elevada de todas las formas de oración, que es la contemplación.
Si no estamos acostumbrados a orar, todo lo que podemos hacer es expresar nuestra personalidad tal como es en cualquier circunstancia de la vida en que nos encontremos. A tal punto es cierto esto, que la mayoría de los que nos conocen podrían decir de antemano cómo reaccionaríamos en presencia de cualquier dificultad o crisis; pero la oración, al cam­biar nuestro carácter hace posible una reacción nueva.
Cuando la oración es eficaz, la Presencia de Dios se realiza en nosotros, que es el secreto de nuestra curación y la curación de otros también; asimismo obtenemos aquella inspiración que es la vida del alma y la causa de nuestro desarrollo espiritual. Pero para que esta Presencia de Dios sea un hecho en nosotros, y nuestras oraciones sean eficaces, es pre­ciso que alcancemos cierto grado de verdadera paz mental. Esta paz interior ha sido llamada por los mís­ticos serenidad y ellos no se cansan jamás de repetir­nos que la serenidad es el gran vehículo de la Pre­sencia de Dios —el mar suave como un espejo que rodea al Gran Trono Blanco—. Esto no quiere decir que sin la serenidad no se puedan vencer por medio de la oración aun las mayores dificultades, porque por supuesto se puede. En efecto, cuanto mayores son nuestros problemas, menor es la serenidad de que podemos disponer, y la serenidad misma sólo se obtiene por la oración y por la acción de perdonar a los demás y a uno mismo. Pero hemos de tener la serenidad para avanzar en el reino del espíritu, aque­lla tranquilidad de alma a la cual se refiere Jesús con la palabra "paz", una paz que supera el entendimiento humano.
Los pacíficos de que se habla en esta Bienaventuran­za, son aquellos que realizan esta paz verdadera o sere­nidad en sus propias almas, porque son ellos los que superan las dificultades y limitaciones y llegan a ser no sólo potencialmente sino, verdaderamente, los hijos de Dios. Esta condición de espíritu es el objetivo principal de todas las instrucciones que Jesús nos da en el Sermón del Monte, y en otras partes: "La paz os dejo, mi paz os doy. No se turbe vuestro corazón ni se intimide". Cuando hay temor, o resentimiento, o alguna inquietud en nuestro corazón, esto es, mientras nos falta la sereni­dad o la paz, no nos es posible lograr mucho.
Para conseguir la concentración del espíritu se precisa tener cierto grado de serenidad.
Por supuesto que ser pacífico en el sentido corrien­te, como el que se dedica a poner fin a las querellas de otros, es sin duda cosa excelente; pero, como bien sabe todo aquél que esté dotado de sentido práctico, es un papel bastante difícil de interpretar. Cuando uno interfiere en contiendas ajenas, generalmente las cosas empeoran en lugar de mejorar. Por regla general, es nuestra opinión personal la que nos sirve de guía, y es raro que una opinión personal no sea injusta. Si logramos que los adversarios examinen de nuevo las causas de la disputa desde otro punto de vista, nues­tros esfuerzos no habrán sido inútiles; pero, por otra parte, si solamente ponemos por obra un término medio en el cual consienten por motivos de propio interés o por compulsión, entonces la reconciliación no será más que superficial, no habiendo en ese caso paz verdadera, porque ambos no se sienten así con­tentos e indulgentes.
Una vez que comprendamos el poder de la oración, seremos capaces de sanar muchas disputas de manera definitiva; algunas veces sin pronunciar palabra alguna. Pensar silenciosamente en el Amor y la Sabiduría del Todopoderoso es suficiente para disipar imperceptible­mente los motivos que acarrean disputas. Entonces, la mejor solución para todos, cualquiera que sea, se efec­tuará gracias al poder silencioso de la Palabra.

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EL SERMÓN DEL MONTE - LA LLAVE PARA TRIUNFAR EN LA VIDA (INTERPRETACION) - MATEO (V, 1- 48)

“BIENAVENTURADOS los que padecen persecución por causa de la justicia: porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados sois cuando os vituperaren y os persiguieren y dijeren de vosotros todo mal por mi causa, mintiendo. Gozaos y alegraos; porque vuestra merced es grande en los cielos: que así persiguieron a los profetas que hubo antes de vosotros”

Como hemos visto, el carácter esencial de la enseñanza de Jesús es que la Voluntad de Dios para nosotros es armonía, paz y gozo; que tales cosas pue­dan convertirse en realidad para nosotros cultivando un modo de pensar justo y recto es una frase que nos sorprende. Jesús nos dice constantemente que es la voluntad de nuestro Padre damos su Reino y que para merecer la justicia hemos de cultivar la sereni­dad, la paz interior. Él declara que los pacíficos que cumplen esto adquirirán orando prosperidad, hereda­rán la tierra, verán a Dios y su duelo se transformará en gozo. No obstante, aquí aprendemos que los que son perseguidos a causa de la justicia, son bienaven­turados, porque de ese modo triunfarán; que el ser vituperado y denunciado es causa de gozo y felici­dad, y que los Profetas y los grandes Iluminados también sufrieron estas cosas.
Todo esto es sin duda asombroso, y a la vez per­fectamente correcto; sólo que comprendamos una cosa: que el origen de toda esta persecución no es otra cosa que nosotros mismos. No hay un persecutor exterior a nosotros mismos. Siempre que encontre­mos difícil lo justo o el pensar con rectitud; siempre que sintamos la tentación de considerar injustamente determinada situación, o persona, o aun nosotros mis­mos; siempre que nos sintamos inclinados a ceder a la cólera, o a la desesperación, entonces somos persegui­dos a causa de la justicia, lo cual resulta ser una con­dición bienaventurada y bendita.
Todo tratamiento espiritual u Oración Científica implica una lucha con el "Yo inferior" el cual prefie­re el viejo modo de pensar y se levanta y nos insul­ta, por decirlo dramáticamente, a la manera oriental.
Todos los grandes Profetas e Iluminados de la especie humana, que al fin alcanzaron la victoria, lo hicieron tras una serie de batallas consigo mismos, cuando su naturaleza inferior, el viejo Adán, los per­seguía. Jesús mismo "tentado en todo según nuestra semejanza" tuvo más de una vez que hacer frente a esta "persecución", especialmente en el Huerto de Getsemaní, y durante algunos minutos, en la Cruz misma. Ahora bien, como estos combates con nues­tra naturaleza inferior han de llevarse a cabo tarde o temprano, será mejor efectuar la lucha y vencer lo antes posible. De manera que estas persecuciones resulten ser, relativamente hablando, bendiciones divinas.
Notemos que en realidad no hay virtud alguna o provecho siquiera en el mero hecho de que otros nos molesten o persigan. Nada absolutamente viene a nuestra experiencia, a menos que haya algo en noso­tros que lo atraiga. Por lo cual, si nos acontecen molestias o dificultades es sin duda debido a que algo en nuestra mente necesita ser examinado y acla­rado; porque siempre vemos las cosas como somos capaces de concebirlas. He aquí un peligro grave para los débiles, los vanidosos y los presuntuosos. Si los demás no los tratan como ellos quisieran, o si no reciben el respeto y la consideración que ellos creen que se les debe tener, aunque probablemente no lo merecen, se sienten con frecuencia inclinados a creer que son "perseguidos" a causa de su superioridad espiritual, e incurren en el absurdo de darse aires de grandeza con tal motivo. He aquí una patética ilu­sión. Según la Gran Ley de la Vida, de la cual todo el Sermón del Monte es una exposición, sola­mente podemos recibir a través de nuestra existencia lo que en cada momento nos corresponde, y nadie puede impedimos el conseguir lo que nos toca; por esta razón toda persecución o frustración proviene absolutamente de lo interior.
A pesar de que hay una tradición sentimental a la que va unido, el martirio no conlleva ninguna virtud en sí. Si el "mártir" tuviese una comprensión sufi­ciente de la Verdad, no le sería necesario sufrir esa experiencia. Jesús no fue un mártir. Habría podido escaparse en cualquier momento, si hubiese querido evitar la crucifixión. Pero era necesario que alguien triunfase sobre la muerte, y por esa razón consintió en morir. Él quiso, de forma deliberada y a su modo, realizar para nosotros una obra de antemano preme­ditada, y no precisamente un martirio. Lejos esté de nosotros el menospreciar el valor ilustre y la abnega­ción heroica de los mártires de todos los siglos; pero debemos recordar que si hubiesen tenido una com­prensión cabal, no habrían llegado al hecho del mar­tirio. Tener el martirio como un bien supremo, tal como hacían muchos, es tentar al destino, porque se atrae toda cosa sobre la cual se concentra la atención. Aún admirándolos a causa de la elevación espiritual que alcanzaron, sabemos que, si los mártires hubie­sen amado a sus enemigos lo bastante —es decir, amarlos en el sentido científico de la palabra—, reconociendo en ellos la Verdad, entonces sus perse­guidores romanos —incluso el mismo Nerón— habrían abierto las puertas de sus prisiones, y los fanáticos de la Inquisición habrían reconsiderado su causa.

El Sermón Del Monte - La Llave para Triunfar en la Vida.
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EL SERMÓN DEL MONTE - LA LLAVE PARA TRIUNFAR EN LA VIDA (INTERPRETACION) - MATEO (V, 1- 48)

CÓMO UN HOMBRE PIENSA

Vosotros sois la sal de la Tierra; pero si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Para nada aprovecha ya, sino para tirarla y que la pisen los hombres.
Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad asentada sobre un monte, ni se enciende una lámpara y se la pone debajo de un celemín, sino sobre el candelera, para que alumbre a todos cuantos están en la casa.
Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que, viendo vuestras obras buenas, glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.
(MATEO V, 13-16)

En este maravilloso pasaje, Jesús se está dirigien­do a aquellos que han llegado a comprender la escla­vitud de las cosas materiales y adquirido alguna comprensión de la naturaleza del Ser. Es decir, Él está hablando a quienes reconocen la Omnipotencia de Dios o del Bien, y la impotencia de lo malo en presencia de la Verdad. A tales personas las llama "la sal de la tierra y la luz del mundo"; y ello cierta­mente no es ensalzar demasiado a los que compren­den la Verdad y la ponen de manifiesto en sus vidas personales. Es posible, y en efecto, es demasiado fá­cil, aceptar la verdad de estos principios fundamenta­les, proclamar su belleza, y sin embargo no ponerlos en práctica en la propia vida. Pero ésta es una actitud peligrosa, porque en tal caso la sal ha perdido su sabor y no es buena.
Si comprendemos y aceptamos lo que Jesús ense­ña; si nos esforzamos por realizarlo en cada fase de nuestra vida diaria; si tratamos sistemáticamente de destruir en nosotros mismos todo aquello que sabe­mos no debería estar ahí, es decir, el amor propio, el orgullo, la vanidad, la sensualidad, la presunción, el recelo, la conmiseración de nosotros mismos, inclu­yendo también aquí el resentimiento, la condenación, etcétera; si no alimentamos estos defectos cediendo a ellos, sino que los dejamos morir negándonos a que tomen expresión; si cultivamos con toda lealtad un recto pensar hacia todas las personas o cosas a nues­tro alcance, y especialmente a las personas que no nos son simpáticas y a las cosas que no nos gustan, es entonces cuando somos dignos de ser llamados "la sal de la Tierra".
Si verdaderamente vivimos esta vida, las circuns­tancias que nos rodean actualmente carecen de toda importancia; cualesquiera que sean las dificultades con que tengamos que luchar, serán superadas, y la verdad de nuestra doctrina tendrá su demostración. Y no solamente haremos esta demostración en el más breve tiempo posible, sino que seremos capaces, po­sitiva y literalmente, de ejercer una influencia lumi­nosa y sanadora a nuestro alrededor, y ser bendición para toda la humanidad. Es más, haremos bien a hombres y mujeres en lugares y tiempos remotos, a personas que jamás han oído ni oirán hablar de nosotros, seremos así la luz del mundo, por sorpren­dente y maravilloso que parezca.
El estado de nuestra alma se manifiesta a través de las condiciones exteriores de nuestra vida mate­rial, y en la influencia intangible que irradiamos. Hay una Ley Cósmica: que nada puede negar perma­nentemente su propia naturaleza.
Emerson dijo: "Lo que eres grita con una voz tan alta que no puedo oír lo que estás diciendo." En la Biblia la palabra "ciudad" simboliza siempre la con­ciencia, y la palabra "montaña" simboliza la oración o actividad espiritual. "Alzo mis ojos a los montes, de donde ha de venir mi socorro" (salmos 121,1). "Si Yahvé no guarda la ciudad, en vano vigilan sus centinelas" (salmos 127, 1.)
El alma que va desarrollándose y que se constru­ye en la oración no se puede esconder, brilla esplen­dorosamente a través de la vida que vive. Habla de por sí, pero en un silencio profundo, y cumple sus mejores obras inconscientemente. Su sola presencia sana y bendice sin esfuerzos todo lo que la rodea.
Nunca debemos tratar de imponer a otros la Ver­dad Espiritual. Más bien, vivamos de tal manera que se queden tan impresionados por nuestra conducta, por la paz y felicidad que nos iluminan el semblante, que acudan espontáneamente a pedimos que reparta­mos con ellos la cosa maravillosa que poseemos. El alma que vive así habita en la Ciudad de Oro, la Ciudad de Dios. Esto es lo que significa así ha de lucir vuestra luz para gloria de nuestro Padre que está en los cielos. (mt. 5.16)

El Sermón Del Monte - La Llave para Triunfar en la Vida.
Por: Emmet Fox
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EL SERMÓN DEL MONTE - LA LLAVE PARA TRIUNFAR EN LA VIDA (INTERPRETACION) - MATEO (V, 1- 48)

No penséis que he venido a abrogar la ley o los profetas: no he venido para abrogar, sino a consumarla. (Mateo. 5,16)
Porque en verdad os digo, que antes pasarán el cielo y la tierra, que falte una jota o una tilde de la ley, hasta que todo se cumpla.
Si, pues, alguno infringiere alguno de estos preceptos menores, y así enseñare a los hombres, será tenido por muy pequeño en el reino de los cielos; pero el que practicare y enseñare, éste será tenido por grande en el reino de los cielos.
Porque os digo, que si vuestra justicia no supera a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.
(Mateo, V-20)


El verdadero cristianismo es una influencia total­mente positiva. Engrandece y enriquece la vida del hombre, la hace más amplia y mejor; nunca más mez­quina. El conocimiento de la Verdad no nos puede acarrear la pérdida de nada que valga la pena poseer. Los sacrificios vienen sin duda, pero las cosas que hemos de sacrificar son aquéllas cuya posesión nos hace infelices, no las que nos traen la felicidad. Muchas personas tienen la idea de que comprender mejor a Dios requiere la renuncia a muchas cosas que sentirían perder. Decía una joven: "Confiaré en la religión más tarde, o cuando sea vieja, pero ahora quiero disfrutar un poco." Esto es confundir la cues­tión. Las cosas que uno tiene que sacrificar son el egoísmo, el temor y la idea de que la limitación es necesaria. Una cosa sobre todo ha de ser sacrificada: la creencia de que el mal tiene alguna resistencia o poder aparte del que nosotros mismos le concedemos creyendo en él. Acercarse a Dios no habría causado a aquella joven pérdida alguna de felicidad. Por el con­trario, habría ganado un caudal inmenso de felicidad. Cierto es que, a medida que su alma fuera ganando en desarrollo, habría encontrado que ciertas formas del placer ya no le causaban satisfacción. Pero, de ocurrir esto, habría encontrado también una compensación mucho más valiosa en la nueva luz que iluminaría toda fase de su vida, y en los nuevos y maravillosos aspectos que vería en las cosas a su alrededor. Son sólo las cosas sin valor las que tienen que desaparecer bajo la acción de la Verdad.
Por otra parte, sería de todo punto insensato que una persona creyese que el conocimiento de la Ver­dad del Ser la colocaría por encima de la ley moral, autorizándola a quebrantarla. En tal caso descubriría muy pronto que había cometido un error fatal. Cuan­to mayor es nuestro conocimiento espiritual, tanto más severo es el castigo que nos acarrea si violamos la ley moral. El cristiano no puede permitirse el ser más descuidado que otros en la observancia rigurosa de todo el código moral; antes al contrario, debe ser mucho más cuidadoso que las demás personas. En efecto, todo desarrollo espiritual verdadero va acom­pañado necesariamente de un progreso moral defini­do. Una aceptación teórica de la letra de la Verdad puede ir acompañada de descuido moral (con grave peligro del delincuente), pero es del todo imposible Progresar en el aspecto espiritual a menos que se trate sinceramente de vivir según la ley moral. No es posible en manera alguna separar el conocimiento espiritual verdadero de la conducta justa y moral­mente sana que le corresponde. Una "jota" (la jota griega) significa "hod", la letra más pequeña del alfa­beto hebraico. La "tilde", parecida a un "pequeño cuer­no", es una de esas pequeñas prominencias que dis­tinguen una letra hebraica de otra. Esto quiere decir que conviene no sólo vivir según la letra de la ley moral, sino también en los más mínimos detalles. Hemos de mostramos no sólo según las normas morales corrientes, sino de acuerdo con el más ele­vado concepto del honor.
Los escribas y los fariseos, a pesar de sus defec­tos, eran en su mayor parte hombres honrados, que obedecían en su vida particular la ley moral tal como la comprendían. Por desgracia, no conocían más que la letra de la ley a la cual se conformaban escrupulo­samente, cumpliendo su deber tal como lo concebían. Sus defectos consistían en la fatal debilidad que sur­ge dondequiera que haya formalismo religioso: orgu­llo espiritual y presunción de la propia rectitud. Ellos eran completamente inconscientes de tales defectos, creían obrar bien en todo, lo cual es la mortal ilusión de estas enfermedades del alma. Jesús comprendió esto y le dio su lugar; de ahí que advirtiera a sus se­guidores que, a menos que su conducta fuera tan buena como la de aquella gente, y aun mejor, no debían en modo alguno suponer que estaban progre­sando en el camino espiritual. El desarrollo espiritual y el nivel más alto de conducta deben ir juntos. No puede existir lo uno sin lo otro.
A medida que crecemos en poder espiritual y en comprensión, vamos comprobando que muchas re­glas que gobiernan el aspecto exterior de la conducta llegan a ser completamente innecesarias; pero esto es consecuencia de que nos hemos elevado sobre ellas; nunca, nunca, porque hayamos caído por debajo de su nivel. Llegar a este punto, donde la comprensión de la Verdad permite pasar por alto ciertos requisitos y ordenanzas exteriores, es llegar a la Mayoría de Edad Espiritual. Tan pronto como uno deja de ser es­piritualmente niño deja de necesitar algunas de aque­llas observancias externas que antes le parecían indispensables. Nuestra vida, entonces, resulta más pura, más verdadera, más libre y menos egoísta de lo que era antes. Y ello es la prueba.
Para dar un sencillo ejemplo, algunas personas encuentran que, en cierto estado de su progreso, sus procesos mentales alcanzan tal grado de método y claridad que pueden hacer su trabajo diario, cumplir sus compromisos y desempeñar sus deberes sin nece­sidad de reloj. Al mismo tiempo sucede que un ami­go, sabedor de esto y deseando emularlos, deja en casa su reloj, y resulta que llega tarde a sus citas, trastornando así todas las ocupaciones del día tanto a sí mismo como a los demás. Cuando el discípulo esté listo espiritualmente para pasar sin utilizar reloj, hará cada cosa a su tiempo sin tener que consultarlo. Si, por el contrario, tiene que esforzarse para pasarse sin reloj y después llega tarde a las citas del día, es evi­dente que todavía no ha alcanzado el poder espiritual necesario. Es mejor que lo lleve y que trabaje a su hora, y que se consagre a cosas que realmente impor­tan, tales como sanarse a sí mismo y a otros, ven­ciendo el pecado, esforzándose por lograr compren­sión y sabiduría, etcétera. No se puede apresurar ni forzar el momento en que se alcanza la Mayoría de Edad Espiritual; tiene que llegar a su debido tiempo, cuando la conciencia esté lista, así como el floreci­miento de un bulbo está sujeto a la evolución natural de la planta. Tenemos que mostramos allí dónde estamos. Pretender mostramos más allá de donde verdaderamente estamos no es prueba de espirituali­dad. El progreso espiritual es una cuestión de desa­rrollo, que no debe ser imprudentemente apresurado. Pongamos con entusiasmo nuestra atención en las cosas espirituales y, mientras tanto, hagamos todo lo que es necesario hacer, sencillamente; y sin tratar conscientemente de precipitamos, nos sorprendere­mos al comprobar lo rápido de nuestro progreso.
Tomemos un simple ejemplo: supongamos que ha ocurrido un accidente en la calle y nos encontramos con un hombre que se ha cortado una arteria y le brota la sangre a chorros. Lo natural será que, si no se reprime esa sangría, la víctima muera en pocos minutos. ¿Qué debemos hacer? ¿Qué actitud mental debemos asumir? La respuesta es muy sencilla. Debe­mos "mostrar la otra mejilla" conociendo la Verdad de la Omnipresencia de Dios.
Si vemos esto lo suficientemente claro, como Jesús lo haría, por ejemplo, la arteria cortada será curada enseguida, y no habrá que hacer nada más. Sin embargo, es muy probable que la mayoría de nosotros no haya alcanzado un desarrollo espiritual suficiente para obtener tales resultados, por lo cual, mostrando en donde estamos, debemos tomar las medidas habituales para salvarle la vida al hombre, improvisando un torniquete.
O supongamos también, que un niño cae en un canal en el momento que pasamos por allí. Si tene­mos Poder Espiritual suficiente, el niño se verá sano y salvo; pero si no, entonces tendremos que salvarle del mejor modo posible, sumergiéndonos si es nece­sario, orando al mismo tiempo.
Pero, ¿qué diremos del hombre que, consciente de sus imperfecciones morales, acaso un grave peca­do habitual, desea con sinceridad desarrollarse espi­ritualmente? ¿Ha de posponer la búsqueda de cono­cimientos espirituales hasta que su conducta sea reformada? De ninguna manera. En realidad, todo esfuerzo para mejorar moralmente sin un previo desarrollo espiritual está malogrado de antemano. Así como ningún hombre —para usar la frase de Lincoln— puede levantarse del suelo tirando de las correas de sus botas, tampoco puede un pecador reformarse por sus propios esfuerzos personales. El único resultado de confiarse a sí mismo en tales casos será un repetido fracaso, el desaliento consi­guiente, y probablemente, al fin, la desesperación de no poder mejorar. La única cosa que debe hacer la persona es orar sistemáticamente, sobre todo en el momento de la tentación, y dejar a Dios la responsa­bilidad del éxito. De esta suerte debe perseverar, no importa cuántos fracasos vengan; y si continúa oran­do, especialmente orando de una manera científica, encontrará muy pronto que, en efecto, el poder del mal se ha roto y que él mismo está ya libre de ese pecado. Orar científicamente es afirmar con insisten­cia que Dios nos ayuda, que la tentación no tiene ningún poder sobre nosotros, y que el hombre es, según su naturaleza verdadera, espiritual y perfecto. Este método es mucho más eficaz que el de pedir simplemente la ayuda de Dios. De este modo, la regeneración moral y el desarrollo espiritual se llevan a cabo de manera simultánea. La vida cristiana no requiere que poseamos una perfección de carácter; si así fuera, ¿quién de nosotros estaría capacita­do para vivirla? Lo que sí se requiere es un esfuerzo honrado y genuino por acercamos lo más posible a tal perfección.

El Sermón Del Monte - La Llave para Triunfar en la Vida.
Por: Emmet Fox
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Marcos 12:31)
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