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lunes, 23 de febrero de 2009

EL SERMÓN DEL MONTE - CAPITULO VI (INTERPRETACION)

EL SERMÓN DEL MONTE - LA LLAVE PARA TRIUNFAR EN LA VIDA
EMMET FOX
MATEO (VI, 1-34)

TESORO EN LOS CIELOS


Estad atentos a no hacer vuestra justicia delante de los hombres para que os vean; de otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos.
Cuando hagas, pues, limosna, no vayas tocando la trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser alabados de los hombres: en verdad os digo que ya recibieron su recompensa.
Cuando des limosna, no sepa tu izquierda lo que hace la derecha, para que tu limosna sea oculta, y el Padre que ve en lo oculto te premiará.
Y cuando oréis no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en pie en las sinagogas, y en los ángulos de las plazas, para ser vistos de los hombres; en verdad os digo, que ya recibieron su recompensa.
Tú, cuando ores, entra en tu cámara, y, cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre que ve en lo escondido te recompensará. Y orando, no seáis habladores como los gentiles, que piensan ser escuchados por su mucho hablar. No os asemejéis, pues, a ellos; porque vuestro Padre conoce las cosas de las que tenéis necesidad, antes que se las pidáis.
(MATEO VI, 1-4)


La esencia de esta parte del Sermón está conteni­da en los versos 6 y 7, especialmente el mandamien­to que dice: "Ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre que ve en lo secreto, te recompensará." La doctrina del "Lugar Secreto" y su importancia como centro de control del Reino es el factor esencial de lo que Jesucristo enseña.
El hombre es el soberano de un reino, aunque en la mayoría de los casos no lo sabe. Ese reino no es otro que el mundo de su propia vida y experiencia. El Antiguo Testamento abunda en historias de reyes y de reinos; de reyes sabios y de reyes necios; de reyes buenos y de reyes malos; de reyes victoriosos y de reyes vencidos; de reinos que surgen y de su decadencia, debido a toda suerte de causas. Jesús, expresándose en parábolas, se sirve a menudo de la misma idea y de los mismos símiles. "Había un gran rey...", comienza Él muchas veces. Pues cada uno de estos reyes es, en verdad, cada uno de nosotros, se­gún los distintos aspectos en que nuestros diversos estados del alma nos presentan. La Biblia es el libro de cada hombre. Sobre todo es un manual de metafí­sica, un manual para el desarrollo del alma, y toda ella, desde el Génesis al Apocalipsis, se ocupa de ese desarrollo, de ese despertar del individuo. Todos nuestros problemas se estudian en ella desde todos los ángulos posibles, y las lecciones fundamentales de la Verdad Espiritual se presentan de la manera más variada, para responder a todas las condiciones, a todas las necesidades y a casi todas las disposicio­nes de ánimo de la naturaleza humana. Unas veces somos un rey, otras un pescador, un jardinero, un tejedor, un alfarero, un comerciante, un sacerdote, un capitán o un mendigo.
En el Sermón del Monte el hombre es rey; es el soberano absoluto de su propio reino. Y esto no es meramente una figura retórica, porque cuando reali­zamos en nosotros la Verdad Espiritual, llegamos a ser, literalmente hablando, monarcas absolutos de nuestras propias vidas. Creamos nuestras propias condiciones y podemos destruirlas. Creamos o destruimos nuestra propia salud; atraemos a cierta clase de personas o circunstancias y rechazamos otras; atraemos la riqueza o la pobreza, la serenidad o el temor, y todo según la manera como gobernamos nuestro reino. Desde luego, el mundo ignora esto. La mayoría de los hombres creen que lo que les pasa depende principalmente de las personas y circunstan­cias que les rodean. Creen que estamos siempre expuestos a accidentes de todas clases, a aconteci­mientos imprevistos que pueden cambiar, y aun destruir todos nuestros proyectos. Pero la Verdad del Ser es precisamente lo contrario de todo eso y, como la humanidad ha aceptado en general la interpretación falsa, no podemos extrañamos de que la historia esté llena de toda suerte de calamidades, sufrimientos y errores innumerables.
El empeño por dirigir cualquier negocio basándo­nos en falsos principios, sólo puede traer como con­secuencia la desgracia y la confusión, así como el persistir en razonar usando premisas erróneas —y naturalmente eso es lo que ha sucedido—. El hombre ha sufrido porque se ha engañado acerca de la natu­raleza de la vida y de la suya propia, y es por eso que Jesús —el Salvador del Mundo— dijo: "Conoce la Verdad, y la Verdad te hará libre." Y por eso tam­bién pasó Él los años de su vida pública enseñando esa Verdad, hablando de las relaciones entre Dios y el hombre, y explicando cómo se debe vivir.
Si es verdad —como indudablemente lo es— que nuestras desgracias nacen de nuestros pensamientos erróneos, presentes y pasados, se puede preguntar, considerando el sublime grado de conciencia logrado por Jesús: ¿Por qué tuvo El que enfrentarse de vez en cuando con tantas dificultades, y, sobre todo, por qué esa terrible lucha con el miedo en Getsemaní, y su muerte en la cruz?
La respuesta es que el caso de Jesús es del todo excepcional, porque Él sufrió, no por algún pensa­miento erróneo suyo, sino por los nuestros. Gracias a su alto nivel de comprensión, habría podido abando­nar la vida tranquilamente, sin sufrimiento alguno, como Moisés y Elías lo hicieron antes. Pero fue Él quien deliberadamente escogió emprender su terrible tarea para ayudar a la humanidad; por lo cual bien merecido tiene el título de Salvador del Mundo.
Consideremos ahora nuestro reino más detallada­mente, y encontraremos que el Palacio del Rey, las oficinas del gobierno, por decirlo así, son nada menos que nuestra conciencia, nuestra propia menta­lidad. Éste es nuestro gabinete particular donde se tratan nuestros asuntos, que son el torbellino de pen­samientos que atraviesan continuamente nuestra mente. Es lo que el salmista llama el "Lugar Secreto del Reino" y es secreto porque nadie más que noso­tros sabe lo que pasa en él. Es un recinto privado bajo nuestro dominio exclusivo. Allí podemos guar­dar los pensamientos que queramos; también pode­mos escoger unos y rechazar otros; y en ese lugar somos soberanos. Cualquier pensamiento que elija­mos para fijarnos en él tendrá, tarde o temprano, su realización —en cosas o en hechos— en el mundo exterior; de ahí nuestra responsabilidad. Habiendo alimentado ciertas ideas, no tenemos poder para cam­biar sus consecuencias. Nuestra libertad consiste en la facultad de elegir nuestros pensamientos. Si no desea­mos tener ciertas consecuencias desagradables, vale más que nos abstengamos de los pensamientos que las engendran. Si queremos evitar que una máquina se ponga en marcha, no abriremos la válvula; si que­remos evitar que un timbre suene, no tocaremos el botón. Por consiguiente, si realmente entendemos lo que implica este principio fundamental, haremos bien en ser de ahora en adelante muy cuidadosos con nuestro pensar.
Si entendemos que los pensamientos de hoy deter­minan los hechos de mañana; que nuestra salud y nuestros negocios —es decir, todo lo que nos impor­ta— dependen de lo que pasa en la conciencia, selec­cionaremos nuestros pensamientos (nuestro alimento espiritual) con el mismo cuidado con que escogemos siniestro alimento físico. No olvidemos nunca que la idea que hoy se fija en la mente, va a traducirse mañana en un hecho correspondiente, no necesariamente idéntico a nuestro pensamiento, pero siempre de la misma naturaleza. Por ejemplo, si pensamos mucho en las enfermedades, estamos minando nues­tra salud; si pensamos mucho en la pobreza y la depresión en el mundo de los negocios, estamos arriesgándonos a atraer a nuestra propia vida la po­breza; y si pensamos en las desgracias, las discordias y los actos deshonrosos, estamos atrayéndonos estos males. Lo que realmente ocurre, consecuencia lógica de nuestras reflexiones, es rara vez la reproducción exacta de una sucesión de pensamientos en particu­lar. Es más bien el resultado de la acción combinada de esa sucesión de pensamientos y nuestra actitud mental general.
El pensar en la enfermedad sólo es uno de los dos factores que la producen, y generalmente es el menos importante. El otro factor, más importante, es alimen­tar emociones negativas o destructivas, hecho que, al parecer, es muy poco comprendido, incluso por los estudiantes de metafísica. Sin embargo, es tan impor­tante que nunca se insistirá demasiado en el hecho de que la mayoría de las enfermedades son producidas por emociones destructivas. Nunca se repetirá lo bas­tante que la ira, el resentimiento, los celos, el rencor, etc., son perjudiciales para la salud, y muy aptos para dañarla seriamente. La cuestión no estriba en si tales sentimientos pueden o no justificarse Ello no tiene nada que ver con los resultados, ya que se trata de las consecuencias de una ley natural.
Supongamos que alguien dice: "Tengo derecho a enfadarme" afirmando así que ha sido víctima de un trato injusto y que, por lo tanto, posee como un per­miso especial para alimentar sentimientos de ira sin que su cuerpo reciba las consecuencias naturales. Esto es, por supuesto, absurdo. No hay nadie que pueda conceder tal permiso, y si ello pudiera ser —admitiendo que en circunstancias especiales una ley general pudiera echarse a un lado— tendríamos entonces, no un universo, sino un caos. Si oprimimos el botón, sea con una intención buena o mala, bien para salvarle la vida a un hombre o bien para quitár­sela, el timbre eléctrico sonará, porque tal es la ley de la electricidad. Si inadvertidamente bebemos un veneno letal, moriremos o, por lo menos, nuestro cuerpo sufrirá daños, porque tal es la ley. Aun cuan­do creamos beber un líquido inofensivo, no se cam­biará el resultado de nuestro acto, porque la ley no hace caso de la intención. Por la misma razón, el permitirse guardar emociones negativas es una invi­tación a la desgracia —primero, a las que atañen a nuestra salud física, y después, toda clase de moles­tias, aun cuando estimemos que estas emociones negativas están enteramente justificadas.
Una vez encontré un viejo sermón pronunciado en Londres durante la Revolución francesa. El autor, (fue tenía una visión extremadamente superficial del Evangelio decía, refiriéndose al Sermón del Monte: "Naturalmente, es justificable odiar a ese archi-carnicero Robespierre y execrar al asesino de Bristol". Esta sentencia ilustra perfectamente la falacia que hemos estado considerando. Alentar el odio es atraerse ipso facto desagradables consecuencias y, en cuanto a nosotros se refiere, no importa el nombre al que vaya vinculada la emoción: "Robespierre o Fulano, o Zutano, o Mengano. La cuestión de si Robes­pierre era, en efecto, un ángel de la luz o de las tinieblas no tiene nada que ver con lo que nos ocupa. Permitir que la emoción del odio nos domine —aun cuando creamos que la persona en cuestión bien lo merece— equivale infaliblemente a atraer la desgra­cia sobre nosotros, en proporción a la intensidad de la emoción y al tiempo que se haya dedicado a ella. Ningún estudioso de la Biblia considerará jamás que el odio o la execración puedan justificarse en circuns­tancia alguna; pero sea cual fuere nuestra opinión personal al respecto, las consecuencias prácticas son las mismas. Pensar otra cosa sería tan tonto como el beber dos tragos de ácido prúsico. Sabemos perfecta­mente las consecuencias del veneno.
Es muy significativo el hecho de que Jesús haya llamado a nuestra conciencia el "Lugar Secreto". Él desea, como siempre, imprimir en nosotros la verdad de que lo interior es la causa de lo exterior, y no es éste lo que determina las condiciones de aquél. Ni puede nunca un hecho exterior ser la causa de otro hecho exterior. Causa y efecto actúan de dentro hacia fuera. Esta ley absoluta es fácil de comprender en teoría, una vez que se ha enunciado claramente; sin embargo, en el torbellino de la vida diaria, es muy difícil no perderla de vista. Estamos constituidos de tal manera que nuestra atención sólo puede concen­trarse en una sola cosa a un tiempo, y cuando no estamos deliberadamente atendiendo a la observancia de esta ley, cuando el interés de lo que hacemos o decimos monopoliza nuestra atención, es evidente que nuestros hábitos ya formados van a determinar la índole de nuestros pensamientos. Olvidamos constan­temente la obediencia a esa ley absoluta en la práctica, hasta que no nos hayamos ejercitado en su cumpli­miento con el más riguroso cuidado. Mientras tanto, siempre que dejemos de cumplirla, aunque fuere por causa de olvido, estaremos expuestos a sufrir el castigo.
De ahí se desprende que nada merece la pena ni tiene verdadero valor, a menos que signifique un cambio de orientación en el Lugar Secreto. Pensad rectamente, y tarde o temprano todo cambiará alrede­dor en favor vuestro. Pero si nos conformamos con un cambio meramente externo sin cambiar también nuestros pensamientos y sentimientos, no solamente malgastaremos nuestro tiempo, sino que podemos adormecemos con facilidad en un falso sentido de seguridad y, sin damos cuenta, caer en el pecado de la hipocresía.
Desde tiempo inmemorial la humanidad ha man­tenido la insensata ilusión de que los hechos exterio­res, tan fáciles de captar, pueden sustituir a un cam­bio interior de pensamientos y emociones, lo cual es de por sí tan difícil. Es muy fácil comprar y llevar vestidos ceremoniales, repetir a ciertas horas rezos aprendidos de memoria, practicar devociones estereo­tipadas, asistir a servicios religiosos en períodos de­terminados y, sin embargo, dejar sin cambio alguno el corazón. Para atar la fílacteria necesitaban los fari­seos solamente un momento; pero la limpieza del corazón requiere años de oración diligente y de dis­ciplina mental.
Hace unos años decía un cuáquero eminente: "En mi juventud nosotros abandonamos el vestido distintivo de los cuáqueros y algunas otras costum­bres. Nos dimos cuenta de que personas que no cui­daban de seguir nuestros ideales cuáqueros, se unían a nosotros con el fin de dar a sus hijos una educación a bajo costo y otras ventajas. Les era fácil declararse miembros de nuestra Sociedad de Amigos, comprar y llevar un abrigo sin botones ni cuello e intercalar en la conversación algunas particularidades gramaticales, mientras no obraban cam­bio alguno en su carácter."
Los cuáqueros no son los únicos que han tenido que hacer frente a este problema. Este peligro fue también la roca contra la cual se estrelló el puritanis­mo. Los puritanos llegaron al final a insistir en un cumplimiento exterior con toda clase de prácticas que no eran esenciales y castigaban severamente toda infracción de este código estricto. Regulaban los detalles más nimios de la vida. Cierta manera de ha­blar, de vestirse, de andar; el poner a los niños nom­bres pomposos tomados del Antiguo Testamento llegó a significar para ellos un pasaporte a la promo­ción en la vida civil, comercial o eclesiástica, como si la observancia de tales futilidades pudiese tener en sí misma el menor valor espiritual, y no condujese en realidad al autoengaño propio y a la hipocresía fla­grante. Es incuestionable que la espiritualización del pensamiento conduce, en la práctica, a simplificar la vida de quien se aplica a ello, porque muchas cosas que antes parecían de gran importancia resultan luego carentes de valor e interés. Asimismo, es indu­dable que tal persona comprobará gradualmente cómo va conociendo a gente distinta, leyendo libros distintos y empleando su tiempo de manera distinta; y también, como es natural, que su conversación experimenta un notable cambio de calidad. "Las co­sas viejas pasaron; he aquí que yo hago nuevas todas las cosas." Estas cosas siguen a un cambio de corazón; jamás lo preceden.
Esto nos demuestra cuán vano es el intento de adquirir popularidad, o cultivar la buena opinión de otros, pensando que de tales cosas puede derivarse alguna ventaja. Los que escuchaban a Jesús en el Monte habían visto a los más indignos de los fariseos llevar a cabo buenas obras de la manera más ostensi­ble, para ganar entre los hombres la reputación de ser ortodoxos y santos, y también, probablemente, por­que tenían la impresión confusa de que así servían a sus intereses espirituales. Jesús analizó y denunció este error. Él nos dice que la aprobación que reciben los actos exteriores es su única recompensa, pero que aquellos cumplidos en el silencio del Lugar Secreto son los que alcanzan verdaderamente la aprobación divina.
Jesús también pone aquí énfasis en la necesidad de que las oraciones tengan vida. La mera repetición de frases aprendidas, tal como hacen los loros, care­ce por completo de valor. Cuando estemos en ora­ción debemos proponemos "sentir" la inspiración di­vina, poniéndonos en actitud receptiva (no negativa) hacia Dios. No es malo repetir constantemente una frase; esto ayuda, aunque no se comprenda mucho su sentido espiritual, con tal de que la repetición no se tome un acto puramente maquinal. Jesús mismo repi­tió tres veces las mismas palabras en los instantes de su agonía en el Huerto de los Olivos. Si alguna vez acontece que nuestro espíritu se embota mientras oramos, es mejor que nos detengamos, nos ocupe­mos en otra cosa durante algún tiempo, y volvamos después a orar con el espíritu vivificado.
Lo que es bueno ya existe eternamente por la Omnipresencia de Dios; no tenemos que crearlo. No obstante, hemos de ponerlo de manifiesto por medio de nuestra concepción personal de la Verdad. Este texto no significa que nos abstengamos de pedir por nuestras necesidades y problemas particulares. Ni tampoco, como lo creen algunos, que no debamos buscar más allá de la armonía general. De hacerlo así, los resultados de nuestro orar se distribuirán por igual en cada aspecto de nuestra vida, y la mejora en cada detalle particular puede ser tan pequeña que no merezca ser tenida en consideración. La actitud correcta es concentrar nuestro pensamiento en aque­llo que queremos ver realizado en el momento.
Es verdad que no debemos orar por cosas mate­riales en sí; pero cuando tengamos una necesidad, ya sea de dinero, pongamos por caso, o de empleo, o de una casa, o de un amigo, nos consideraremos a noso­tros mismos, es decir, a nuestra alma en relación con aquella necesidad. Cuando hayamos orado lo sufi­ciente como para llegar a una comprensión espiritual sobre aquel punto, la cosa necesitada aparecerá como una prueba de que nuestra parte se ha realizado. Lle­nemos el vacío de nuestros anhelos con el sentido del Amor de Dios, y las cosas que necesitemos aparecerán en nuestra vida como por encanto. Cuando hagamos nuestras oraciones, no tengamos temor de ser dema­siado definidos, precisos y prácticos. El mismo Jesús era así. Nadie huyó más de la vaguedad o de lo inde­finido que El.

El Sermón Del Monte - La Llave para Triunfar en la Vida.
Por: Emmet Fox
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Marcos 12:31)
Recopilado por:
alimentoparalamente@gmail.com

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