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jueves, 19 de febrero de 2009

Y PERDÓNANOS NUESTRAS DEUDAS, ASÍ COMO NOSOTROS PERDONAMOS A NUESTROS DEUDORES...

Y PERDÓNANOS NUESTRAS DEUDAS, ASÍ COMO NOSOTROS PERDONAMOS A NUESTROS DEUDORES...

Esta cláusula es el centro de gravedad de la Oración; la llave estratégica de todo el Tratamien­to Espiritual. Notemos que Jesús ha compuesto esta maravillosa Oración de tal manera que corresponde perfectamente a los estados sucesivos del desarrollo del alma, y del modo más conciso y eficaz. No omite nada que sea indispensable para nuestra salvación, y, sin embargo, tan concisa es que no sobra ni un pen­samiento ni una palabra. Cada idea ocupa su lugar en un orden lógico y armonioso. Algo más sería redun­dancia; algo menos la dejaría incompleta. Este punto que tratamos ahora concierne al factor crítico de per­donar las ofensas.
Habiéndonos dicho lo que es Dios, lo que es el hombre, cómo funciona el universo, cómo hemos de hacer nuestra parte —la salvación de la humanidad y de nuestras propias almas— nos explica cuál es nuestro verdadero alimento o provisión, y la manera de obtenerlo; y ahora viene la cuestión del perdón de los pecados.
El perdón de los pecados es el problema central de la vida. El pecado es una sensación de estar sepa­rados de Dios, y es la tragedia mayor en toda la experiencia humana. Por supuesto que sus raíces están en el egoísmo; el pecado es un esfuerzo para obtener un bien al cual no tenemos derecho en justi­cia. Es una sensación de una existencia exclusiva­mente personal, aislada, egoísta, mientras que la Ver­dad del Ser es que todo es Uno. Nuestro ser real es Uno con Dios, inseparable de Él, expresando Sus ideas, testificando de Su naturaleza —el Pensamien­to dinámico del Espíritu. Y como todos somos Uno con el gran Todo del que somos espiritualmente una parte, de esto se deduce que somos uno con todos los hombres. Precisamente porque "en El vivimos y nos movemos y somos", todos, en un sentido absoluto, somos esencialmente uno.
El mal, el pecado, la caída del hombre, represen­tan la negación de esta idea en nuestros pensamien­tos. Tratamos de vivir sin Dios, de pasamos sin Él, como si tuviésemos una vida independiente, un espí­ritu separado; como si nuestros proyectos, nuestros fines, nuestros intereses fuesen distintos de los Suyos. Si tal fuese la verdad, la vida del universo no sería coordinada y armoniosa, sino un caos de rivalidades y de luchas; siendo separados de nuestro prójimo, podríamos injuriarle, robarle, herirle, o hasta destruir­le, sin ningún perjuicio para nosotros mismos, más aún, cuanto más quitáramos a los otros, tanto más ten­dríamos en nuestro provecho. Mientras más pensáse­mos en nuestros propios intereses y más indiferentes fuésemos al bienestar de los demás, tanto más posee­ríamos. De ello se seguiría naturalmente que nuestros prójimos tratarían de pagamos con la misma moneda, y, de ser ello la verdad, el universo entero se regiría por la ley de la jungla, y acabaría por destruirse a sí mismo en la anarquía creada por su propia flaqueza. Afortunadamente, ése no es el caso, y ahí reside la alegría de la vida.
No cabe duda que muchas personas se conducen como si creyesen que la verdad es así, y muchas otras, que aparentemente no lo creen, tienen, sin embargo, un sentimiento vago de que es así como están organizadas las cosas, no obstante que su con­ducta no corresponda a tal noción. Y es aquí precisa­mente donde se encuentra la verdadera base del pecado en todas sus manifestaciones, resentimiento, condena, celos, remordimientos, y toda la infinita gama del mal.
Esta creencia en una vida independiente y separa­da es el pecado primitivo, y antes de esperar algún progreso en nuestra vida espiritual, hemos de tomar el cuchillo y cortar esta cosa maligna de una vez pa­ra siempre. Sabiendo esto. Jesús insertó en el punto crítico de la oración una declaración cuidadosamente preparada, destinada a dar cumplimiento a Su fin y al nuestro. Su cláusula con respecto al perdón nos colo­ca en un trance definido, sin posibilidad alguna de escape, evasión, reserva mental o subterfugio de nin­guna clase, a llevar a cabo el gran sacramento del perdón en toda su amplitud y poderoso alcance.
Cuando repetimos inteligentemente la Gran Ora­ción con reflexión y sinceridad, nos encontramos de repente, por decirlo así, en un callejón sin salida, no quedándonos más remedio que hacer frente al proble­ma. Tenemos positiva y definidamente que perdonar a todo aquél a quien de alguna manera debamos per­dón, principalmente a aquellos que nos han ofendido. Jesús no deja lugar para ningún posible rodeo en este aspecto tan importante. Él compuso Su oración con más habilidad que la que ningún abogado desplegaría jamás en redactar un contrato. De tal manera la ha formulado que, una vez fija en ella la atención, nos es preciso, o perdonar a nuestros enemigos con toda sin­ceridad, o nunca jamás repetir tal oración. Si tratamos de recitarla sin perdonar de todo corazón, es probable que no podamos terminarla. Este gran precepto cen­tral se nos adherirá en la garganta.
Notemos cuidadosamente que Jesús no dice, "Perdóname mis deudas y yo trataré de perdonar a los otros". O "Veré si puedo hacerlo", o "Yo voy a perdonar en general, pero reservándome ciertas excepciones". Él nos obliga a declarar que hemos perdonado en verdad, y perdonado a todos, y es de este perdón que depende el nuestro. ¿Quién es aquél que posee gracia suficiente para decir sus oraciones, sin anhelar al mismo tiempo el perdón u olvido de sus propios errores y faltas? ¿Quién sería tan insen­sato como para buscar el Reino de Dios sin desear el verse redimido de su propio sentimiento de culpabi­lidad? Nadie, sin duda. Pues de la misma manera nos encontramos cogidos en la proposición ineludible de que no podemos demandar nuestra libertad, antes de que hayamos liberado a nuestro hermano.
El perdón de las ofensas es el vestíbulo del Cielo, y Jesús, sabiéndolo, nos ha conducido a la puerta. Hemos de perdonar a todo aquél que nos haya ofen­dido de alguna manera, y dejar fuera toda censura de la conducta de otros, si queremos entrar. Al mismo tiempo —cosa no menos importante— hemos de libe­ramos de todo sentimiento de propia condenación o remordimiento. Hemos de perdonar a los otros, y, habiendo cesado de incurrir en nuestros pecados, nos es preciso aceptar que Dios también los perdona a ellos, o no podremos alcanzar ningún progreso espiri­tual. Uno tiene que perdonarse a sí mismo, pero no podrá hacerlo sinceramente hasta que no haya perdonado a otros primero. Habiendo perdonado a otros, uno debe estar listo para otorgarse su propio perdón, porque rehusar hacerlo entraña solamente orgullo espiritual. Y por este pecado cayeron los ángeles. Nunca se insistirá demasiado en este punto; es nece­sario perdonar. Probablemente existe muy poca gente en el mundo que alguna vez no haya sido ofendida, o maltratada, o despreciada, o injuriada, o incomprendida, o tratada injustamente de alguna manera por al­guien. Estas heridas viejas se ocultan en la memoria formando abcesos supurantes, y no hay más que un remedio, extirparlas y arrojarlas fuera. Y para eso no hay más que un método: el perdón.
Desde luego, nada hay tan fácil en el mundo como perdonar a quienes no nos han hecho mucho daño; nada es tan fácil como olvidar las pérdidas insignificantes. Todo el mundo está dispuesto a hacer esto. Pero la Ley del Ser nos exige no solamente el perdón de esas bagatelas, sino también de aquellas cosas tan duras de perdonar que al principio nos parece de todo punto imposible hacerlo. El corazón dolorido exclama: "Eso es mucho pedir. Tal cosa me ha herido demasiado. Es imposible. No puedo perdo­narlo." Pero el Padre Nuestro pone como condición a nuestro perdón, que es escape de limitación y de culpa, el perdón de los otros. No hay alternativa para esto; tiene que haber perdón no importa cuán honda­mente hayamos sido ofendidos, o cuán terriblemente hayamos sufrido. Tenemos que perdonar.
Si nuestras oraciones no obtienen respuesta, inda­guemos en nuestra conciencia y veamos si hay alguien a quien todavía no hayamos perdonado. Tra­temos de descubrir si no hay algún viejo motivo que nos mantenga llenos de resentimiento. Busquemos, no sea que aún alberguemos un sentimiento de hosti­lidad (tal vez escondido en la convicción íntima de que es nuestro derecho) contra algún individuo, grupo, nación, raza, clase social, determinado movi­miento religioso que desaprobamos, un partido polí­tico, etc. Si es así, entonces hay una acción de per­dón que tenemos que llevar a cabo, y cuando lo hagamos, probablemente podremos demostrar en nuestra vida la Presencia de Dios. Si no podemos perdonar en el presente, tendremos que aguardar hasta que podamos ver realizadas en nosotros las obras de Dios, y también tendremos que posponer la recitación del Padre Nuestro, so pena de colocamos en la posición de no desear el perdón de Dios.
Liberar a otros significa liberarse uno mismo, porque el resentimiento es en realidad una forma de sujeción. Es una Verdad Cósmica que se necesitan dos para hacer un prisionero —el propio prisionero y su guardián—. No se puede ser prisionero de sí mismo; cada prisionero debe tener su carcelero, y éste pierde la libertad tanto como su cautivo. Mien­tras alimentamos resentimiento contra cierta persona, estamos atados a ella por un enlace cósmico, por una verdadera cadena de carácter espiritual. Estamos cós­micamente unidos a lo que odiamos. La única perso­na tal vez a quien aborrecemos en el mundo, es la misma a quien nos unimos por una cadena más fuer­te que el acero. ¿Es eso lo que deseamos? ¿Es ésa la condición en la que queremos seguir viviendo? Recordemos que pertenecemos a la cosa a la cual estamos atados en pensamiento, y que, si ese enlace subsiste, tarde o temprano el objeto de nuestro rencor intervendrá de nuevo en nuestra vida, probablemente para causar nuevas calamidades. ¿Estamos dispuestos a arrostrar tal contingencia? Sin duda que no. En ese caso la única manera de liberamos es cortar los lazos que nos hacen vulnerables por un acto puro de perdón. Desatemos el objeto de nuestro resentimien­to, y dejémoslo ir. Mediante el perdón nos libramos a nosotros mismos, y salvamos nuestra alma. Y como la Ley del Amor es la misma para todos, ayudamos también a nuestro ofensor a liberar la suya.
Pero ¿cómo, en el nombre de todo lo que es sabio y bueno, se llevará a cabo el acto mágico del perdón, cuando hemos sido tan profundamente lastimados que, aunque lo hemos deseado con todo el corazón, nos ha sido completamente imposible perdonar, y habiéndolo intentado una y otra vez hemos encontra­do la tarea más allá de nuestras fuerzas?
La técnica del perdón es suficientemente simple, y no difícil de poner en práctica tan pronto la enten­damos. La única cosa esencial es la voluntad de per­donar. Una vez sentado que deseamos perdonar a nuestro ofensor, la mayor parte de la obra está hecha ya. El acto de perdonar se convierte para muchos en un fantasma porque mantienen la impresión errónea de que perdonar a una persona implica al mismo tiempo, que tal persona nos agrade. Felizmente no es éste en modo alguno el caso —no se trata de que nos guste alguien por quien no sentimos espontánea sim­patía, y en verdad no es posible sentir agrado hacia otros por obligación—. Tratar de hacerlo equivale a querer sujetar el viento en la mano cerrada, y si uno persiste en forzarse a sí mismo a hacer tal, terminará por aborrecer a su ofensor en grado aún mayor que antes. Muchos buenos cristianos solían pensar que, cuando alguien los ofendía mucho, era su deber cul­tivar un sentimiento de amistad y cariño hacia quien los maltrataba; y como tal cosa es de todo punto imposible, resultaba que caían en tristes estados de abatimiento y confusión, que terminaban necesaria­mente en una deplorable sensación de fracaso y de pecado. No estamos obligados a sentir amistad por nadie, a no ser espontáneamente; pero si estamos bajo la ineludible obligación de amar a todos; amor o cari­dad, como lo llama la Biblia, que significa un senti­miento activo e impersonal de buena voluntad. Esta actitud no tiene directamente nada que ver con nues­tras simpatías individuales, aunque va siempre segui­da, tarde o temprano, por una maravillosa sensación de paz y felicidad.
Este es el método para llevar a cabo el perdón: Apartémonos a donde podamos estar en quietud; repi­tamos una oración de nuestra preferencia, o leamos un capítulo de la Biblia. Entonces repitamos serena­mente, "Yo perdono libre y totalmente a X; lo libero y lo dejo ir. Perdono sin reservas todo lo tocante a este asunto. En todo lo que a mí me concierne, está terminado para siempre. Dejo al Cristo que está en mí toda mi carga. Ahora X está libre y yo también. Le deseo bien en cada fase de su vida. Nuestro incidente ha terminado del todo. La Verdad de Cristo nos ha hecho libres a los dos. Doy gracias a Dios". Entonces levantémonos y vayamos a lo que nos interesa. Bajo ningún concepto repitamos esta operación de perdo­nar, porque se entiende que lo hemos hecho de una vez para siempre, y hacerlo una nueva vez significa­ría tácitamente que hemos repudiado lo hecho con anterioridad. Después, siempre que el recuerdo del ofensor o de la ofensa venga a nuestra mente, bendi­gámosle brevemente, y echemos fuera tal pensamien­to. Hagamos esto cuantas veces tal pensamiento nos inquiete. Volverá cada vez con menos frecuencia, y terminaremos olvidándolo del todo. Luego, es posible que tras un intervalo más o menos largo el viejo inci­dente vuelva a la memoria una vez más, pero enton­ces comprobaremos que toda la amargura y resenti­miento han desaparecido, y que ambos estamos libres, con esa libertad perfecta que conocen los hijos de Dios. El acto de perdón ha sido completo, y una maravillosa experiencia de gozo inundará nuestro ser como manifestación positiva de la Presencia de Dios en nuestra vida.
Todo el mundo debería practicar el perdón gene­ral todos los días. Cuando hagamos nuestras preces diarias decretemos una amnistía general, perdonando a cada uno que pueda habernos herido de alguna manera, pero sin particularizar en lo más mínimo. Simplemente digamos: "Con todo el corazón perdo­no a todos." Luego, si durante el día viene el senti­miento de rencor a nosotros, bendigamos brevemen­te al culpable, y fijemos la atención en otra cosa. Tal actitud disipará todo resentimiento y toda condena­ción; tendrá una influencia vivificante en nuestra salud y felicidad, y en verdad efectuará en nosotros un cambio revolucionario.

El Sermón Del Monte - La Llave para Triunfar en la Vida.
Por: Emmet Fox
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Marcos 12:31)
Recopilado por:
alimentoparalamente@gmail.com

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