No penséis que he venido a abrogar la ley o los profetas: no he venido para abrogar, sino a consumarla. (Mateo. 5,16)
Porque en verdad os digo, que antes pasarán el cielo y la tierra, que falte una jota o una tilde de la ley, hasta que todo se cumpla.
Si, pues, alguno infringiere alguno de estos preceptos menores, y así enseñare a los hombres, será tenido por muy pequeño en el reino de los cielos; pero el que practicare y enseñare, éste será tenido por grande en el reino de los cielos.
Porque os digo, que si vuestra justicia no supera a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.
(Mateo, V-20)
El verdadero cristianismo es una influencia totalmente positiva. Engrandece y enriquece la vida del hombre, la hace más amplia y mejor; nunca más mezquina. El conocimiento de la Verdad no nos puede acarrear la pérdida de nada que valga la pena poseer. Los sacrificios vienen sin duda, pero las cosas que hemos de sacrificar son aquéllas cuya posesión nos hace infelices, no las que nos traen la felicidad. Muchas personas tienen la idea de que comprender mejor a Dios requiere la renuncia a muchas cosas que sentirían perder. Decía una joven: "Confiaré en la religión más tarde, o cuando sea vieja, pero ahora quiero disfrutar un poco." Esto es confundir la cuestión. Las cosas que uno tiene que sacrificar son el egoísmo, el temor y la idea de que la limitación es necesaria. Una cosa sobre todo ha de ser sacrificada: la creencia de que el mal tiene alguna resistencia o poder aparte del que nosotros mismos le concedemos creyendo en él. Acercarse a Dios no habría causado a aquella joven pérdida alguna de felicidad. Por el contrario, habría ganado un caudal inmenso de felicidad. Cierto es que, a medida que su alma fuera ganando en desarrollo, habría encontrado que ciertas formas del placer ya no le causaban satisfacción. Pero, de ocurrir esto, habría encontrado también una compensación mucho más valiosa en la nueva luz que iluminaría toda fase de su vida, y en los nuevos y maravillosos aspectos que vería en las cosas a su alrededor. Son sólo las cosas sin valor las que tienen que desaparecer bajo la acción de la Verdad.
Por otra parte, sería de todo punto insensato que una persona creyese que el conocimiento de la Verdad del Ser la colocaría por encima de la ley moral, autorizándola a quebrantarla. En tal caso descubriría muy pronto que había cometido un error fatal. Cuanto mayor es nuestro conocimiento espiritual, tanto más severo es el castigo que nos acarrea si violamos la ley moral. El cristiano no puede permitirse el ser más descuidado que otros en la observancia rigurosa de todo el código moral; antes al contrario, debe ser mucho más cuidadoso que las demás personas. En efecto, todo desarrollo espiritual verdadero va acompañado necesariamente de un progreso moral definido. Una aceptación teórica de la letra de la Verdad puede ir acompañada de descuido moral (con grave peligro del delincuente), pero es del todo imposible Progresar en el aspecto espiritual a menos que se trate sinceramente de vivir según la ley moral. No es posible en manera alguna separar el conocimiento espiritual verdadero de la conducta justa y moralmente sana que le corresponde. Una "jota" (la jota griega) significa "hod", la letra más pequeña del alfabeto hebraico. La "tilde", parecida a un "pequeño cuerno", es una de esas pequeñas prominencias que distinguen una letra hebraica de otra. Esto quiere decir que conviene no sólo vivir según la letra de la ley moral, sino también en los más mínimos detalles. Hemos de mostramos no sólo según las normas morales corrientes, sino de acuerdo con el más elevado concepto del honor.
Los escribas y los fariseos, a pesar de sus defectos, eran en su mayor parte hombres honrados, que obedecían en su vida particular la ley moral tal como la comprendían. Por desgracia, no conocían más que la letra de la ley a la cual se conformaban escrupulosamente, cumpliendo su deber tal como lo concebían. Sus defectos consistían en la fatal debilidad que surge dondequiera que haya formalismo religioso: orgullo espiritual y presunción de la propia rectitud. Ellos eran completamente inconscientes de tales defectos, creían obrar bien en todo, lo cual es la mortal ilusión de estas enfermedades del alma. Jesús comprendió esto y le dio su lugar; de ahí que advirtiera a sus seguidores que, a menos que su conducta fuera tan buena como la de aquella gente, y aun mejor, no debían en modo alguno suponer que estaban progresando en el camino espiritual. El desarrollo espiritual y el nivel más alto de conducta deben ir juntos. No puede existir lo uno sin lo otro.
A medida que crecemos en poder espiritual y en comprensión, vamos comprobando que muchas reglas que gobiernan el aspecto exterior de la conducta llegan a ser completamente innecesarias; pero esto es consecuencia de que nos hemos elevado sobre ellas; nunca, nunca, porque hayamos caído por debajo de su nivel. Llegar a este punto, donde la comprensión de la Verdad permite pasar por alto ciertos requisitos y ordenanzas exteriores, es llegar a la Mayoría de Edad Espiritual. Tan pronto como uno deja de ser espiritualmente niño deja de necesitar algunas de aquellas observancias externas que antes le parecían indispensables. Nuestra vida, entonces, resulta más pura, más verdadera, más libre y menos egoísta de lo que era antes. Y ello es la prueba.
Para dar un sencillo ejemplo, algunas personas encuentran que, en cierto estado de su progreso, sus procesos mentales alcanzan tal grado de método y claridad que pueden hacer su trabajo diario, cumplir sus compromisos y desempeñar sus deberes sin necesidad de reloj. Al mismo tiempo sucede que un amigo, sabedor de esto y deseando emularlos, deja en casa su reloj, y resulta que llega tarde a sus citas, trastornando así todas las ocupaciones del día tanto a sí mismo como a los demás. Cuando el discípulo esté listo espiritualmente para pasar sin utilizar reloj, hará cada cosa a su tiempo sin tener que consultarlo. Si, por el contrario, tiene que esforzarse para pasarse sin reloj y después llega tarde a las citas del día, es evidente que todavía no ha alcanzado el poder espiritual necesario. Es mejor que lo lleve y que trabaje a su hora, y que se consagre a cosas que realmente importan, tales como sanarse a sí mismo y a otros, venciendo el pecado, esforzándose por lograr comprensión y sabiduría, etcétera. No se puede apresurar ni forzar el momento en que se alcanza la Mayoría de Edad Espiritual; tiene que llegar a su debido tiempo, cuando la conciencia esté lista, así como el florecimiento de un bulbo está sujeto a la evolución natural de la planta. Tenemos que mostramos allí dónde estamos. Pretender mostramos más allá de donde verdaderamente estamos no es prueba de espiritualidad. El progreso espiritual es una cuestión de desarrollo, que no debe ser imprudentemente apresurado. Pongamos con entusiasmo nuestra atención en las cosas espirituales y, mientras tanto, hagamos todo lo que es necesario hacer, sencillamente; y sin tratar conscientemente de precipitamos, nos sorprenderemos al comprobar lo rápido de nuestro progreso.
Tomemos un simple ejemplo: supongamos que ha ocurrido un accidente en la calle y nos encontramos con un hombre que se ha cortado una arteria y le brota la sangre a chorros. Lo natural será que, si no se reprime esa sangría, la víctima muera en pocos minutos. ¿Qué debemos hacer? ¿Qué actitud mental debemos asumir? La respuesta es muy sencilla. Debemos "mostrar la otra mejilla" conociendo la Verdad de la Omnipresencia de Dios.
Si vemos esto lo suficientemente claro, como Jesús lo haría, por ejemplo, la arteria cortada será curada enseguida, y no habrá que hacer nada más. Sin embargo, es muy probable que la mayoría de nosotros no haya alcanzado un desarrollo espiritual suficiente para obtener tales resultados, por lo cual, mostrando en donde estamos, debemos tomar las medidas habituales para salvarle la vida al hombre, improvisando un torniquete.
O supongamos también, que un niño cae en un canal en el momento que pasamos por allí. Si tenemos Poder Espiritual suficiente, el niño se verá sano y salvo; pero si no, entonces tendremos que salvarle del mejor modo posible, sumergiéndonos si es necesario, orando al mismo tiempo.
Pero, ¿qué diremos del hombre que, consciente de sus imperfecciones morales, acaso un grave pecado habitual, desea con sinceridad desarrollarse espiritualmente? ¿Ha de posponer la búsqueda de conocimientos espirituales hasta que su conducta sea reformada? De ninguna manera. En realidad, todo esfuerzo para mejorar moralmente sin un previo desarrollo espiritual está malogrado de antemano. Así como ningún hombre —para usar la frase de Lincoln— puede levantarse del suelo tirando de las correas de sus botas, tampoco puede un pecador reformarse por sus propios esfuerzos personales. El único resultado de confiarse a sí mismo en tales casos será un repetido fracaso, el desaliento consiguiente, y probablemente, al fin, la desesperación de no poder mejorar. La única cosa que debe hacer la persona es orar sistemáticamente, sobre todo en el momento de la tentación, y dejar a Dios la responsabilidad del éxito. De esta suerte debe perseverar, no importa cuántos fracasos vengan; y si continúa orando, especialmente orando de una manera científica, encontrará muy pronto que, en efecto, el poder del mal se ha roto y que él mismo está ya libre de ese pecado. Orar científicamente es afirmar con insistencia que Dios nos ayuda, que la tentación no tiene ningún poder sobre nosotros, y que el hombre es, según su naturaleza verdadera, espiritual y perfecto. Este método es mucho más eficaz que el de pedir simplemente la ayuda de Dios. De este modo, la regeneración moral y el desarrollo espiritual se llevan a cabo de manera simultánea. La vida cristiana no requiere que poseamos una perfección de carácter; si así fuera, ¿quién de nosotros estaría capacitado para vivirla? Lo que sí se requiere es un esfuerzo honrado y genuino por acercamos lo más posible a tal perfección.
El Sermón Del Monte - La Llave para Triunfar en la Vida.
Por: Emmet Fox
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Marcos 12:31)
Recopilado por:
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JESUCRISTO es, sin duda, la figura más importante que jamás haya aparecido en la historia de la humanidad. Esto hemos de admitirlo; no importa cómo le consideremos. Ello es verdad así le llamemos Dios u hombre; y, si le consideramos hombre, ya le tengamos por el más grande Profeta y Maestro del mundo, o meramente como un bienintencionado fanático que, después de una efímera y tempestuosa vida pública, sufrió el dolor, la ruina y el fracaso.
EL SERMON DEL MONTE
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