Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá.
Porque quien pide, recibe, quien busca, halla y a quien llama, se le abre.
Pues, ¿quién de vosotros es el que, si su hijo le pide pan, le da una piedra?
¿O si le pide un pez, le da una serpiente?
Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos, dará cosas buenas a quien se las pide!
(Mateo VII, 7)
Éste es el pasaje maravilloso en el que Jesús enuncia la verdad primordial de la Paternidad de Dios. Esta verdad se puede llamar fundamental porque es la piedra angular sobre la cual se eleva el edificio de la religión verdadera. Mientras los hombres no comprendían la significación profunda del hecho de que Dios es Padre del hombre, no les era posible conocer plenamente la experiencia religiosa. Mientras creían que había dioses diversos, el sentido esencial de la religión escapaba a su alcance, porque la verdadera experiencia religiosa es la búsqueda de la unión consciente con Dios. Aceptar a varios dioses es imponerle a cada dios necesariamente limitaciones, y como los dioses de antaño se representaban en conflicto perpetuo entre sí, sólo un pensamiento caótico podía acompañar tal creencia. Los que se habían desarrollado espiritualmente bastante para aceptar la idea de un Dios único, el Dios verdadero, Le representaban todavía, casi en general, como un déspota oriental, o un sultán caprichoso y sin misericordia, poseyendo a sus súbditos y gobernándolos tiránicamente. El Dios de muchos capítulos del Antiguo Testamento es un tirano celoso y cruel, implacable en su ira, vindicativo, insaciable. Él parece no tener en común con los hombres nada más que lo que los hombres tienen en común con los animales; menos, en efecto, porque el hombre sabe que él es vulnerable al sufrimiento físico, al hambre y a la muerte, lo mismo que los animales.
Esta concepción oriental de un Dios despótico, de hecho, ha sido mantenida por un gran número de fervorosos cristianos ortodoxos, negando toda semejanza entre el hombre y el Creador. Un escritor moderno jocosamente ha comparado a este Dios con cierto millonario inglés quien por puro capricho mantiene un jardín zoológico cerca de Londres. Este jardín está lleno de animales que existen solamente porque interesan y divierten al dueño. De vez en cuando, el amo viene a verlos, y siguiendo, sin duda, consejos expertos, manda que se destruyan unos, que se trasladen otros a jaulas más espaciosas, y que otros se traten de una manera determinada. Es evidente que no existe entre los animales y su dueño comunión espiritual alguna; ellos no son más que juguetes animados que le divierten. Esta comparación no es de ninguna manera una descripción exagerada de las ideas de muchos hombres, de los fundamentalistas, por ejemplo.
Cuando se lee la Biblia con la mente abierta, se ve que Jesús, en este pasaje, una vez para siempre, penetra en la raíz de esta superstición abominable. De una manera clara y definida, afirma —dando énfasis del modo más circunstancial— que la relación verdadera que existe entre el hombre y Dios es la de un padre y un hijo. Dios cesa de ser el soberano que trata con esclavos serviles, y llega a ser un Padre, lleno de amor para nosotros, que somos Sus hijos. Es sumamente difícil estimar el alcance de esta declaración en lo que toca a la vida del alma. Cuando se lee y se relee este pasaje, afirmando la paternidad de Dios, todos los días durante algunas semanas, se descubre que esto sólo resuelve muchos problemas religiosos. Se puede decir que se aclara así, de una vez para siempre, un sinnúmero de cuestiones perplejas. En el tiempo de Jesús, esa enseñanza acerca de la Paternidad de Dios era original y única. En el Antiguo Testamento nunca se llama a Dios "Padre". Cuando se hacen referencias a su Paternidad, se refieren a Él como padre de una nación y no de los individuos. En efecto, éste es el motivo por el cual Jesús hizo de la declaración de Paternidad de Dios la primera frase de lo que llamamos El Padre Nuestro. Esto explica, por ejemplo, la tremenda declaración del Génesis de que el hombre es a imagen y semejanza de Dios.
Es evidente, por supuesto, que la descendencia ha de ser de la misma naturaleza y la misma especie que el padre; y entonces si Dios y el hombre son en verdad Padre e hijo, el hombre ha de ser de esencia divina y susceptible de un infinito crecimiento y progreso y desarrollo en el camino ascendente hacia la divinidad. Esto quiere decir que, a medida que se desarrolle la naturaleza verdadera del hombre, su carácter espiritual, lo cual quiere decir que vaya siendo cada vez más consciente de ello, ampliará su conciencia espiritual hasta que haya trascendido todos los límites de la imaginación humana, cada vez más hacia delante. Este es nuestro glorioso destino, como ya hemos visto. Jesús mismo dijo, además, citando el Antiguo Testamento: "He dicho que sois dioses y todos vosotros hijos del Altísimo" (juan X, 34-35). Entonces reforzó su declaración añadiendo significativamente: "Y no se puede quebrantar la Escritura."
Por consiguiente, en este pasaje somos liberados, de una vez para siempre, de la última cadena que nos ata a un destino limitado y envilecido. Somos hijos de Dios; y si somos hijos, coherederos con Jesucristo, como dice San Pablo; y. como hijos de Dios somos herederos de los bienes de nuestro Padre no somos extraños, ni criados recompensados, ni mucho menos esclavos. Somos los hijos de la casa, quienes un día hemos de gozar plenamente de nuestra herencia. Por el momento nos encontramos colmados de limitaciones e incapacidades porque no somos sino niños, menores de edad desde el punto de vista espiritual. Los niños son irresponsables; les faltan la sabiduría y la experiencia; hay que dirigirlos a fin de que sus errores no les traigan consecuencias graves. Pero así que el hombre logre su mayoría espiritual, reclama sus derechos y los obtiene. "Mientras el heredero es niño, siendo el dueño de todo, no difiere del siervo, sino que está bajo tutores y administradores hasta la fecha señalada por el Padre." (gal. 4, 1-2); y cuando llega esa hora, se despierta a la Verdad y obtiene su mayoría espiritual. Comprende que es la voz de Dios mismo la que está en su corazón haciéndole gritar: "Abba, Padre". Entonces, al fin, comprende que es el hijo del gran Rey, y que todo lo que posee su Padre es suyo y que puede gozarlo, ya sea salud, prosperidad, oportunidad, belleza, felicidad, o cualquier otra manifestación de Dios.
La cosa más perjudicial de la vida es la lentitud del hombre, se puede decir su desgana, para percibir su propio dominio. Dios nos ha dado dominio sobre todas las cosas, pero, como niños asustados, rehuimos asumirlo, aunque asumirlo es la única salida para nosotros. La humanidad se parece a menudo a un fugitivo, sentado al volante de un automóvil listo para llevarle a un lugar seguro, pero que, debido a su nerviosismo, no puede coger el control y ponerlo en marcha. Allí se queda, medio helado de terror, mirando atrás, preguntándose si sus perseguidores van a alcanzarle y qué le pasará si eso sucede. Podría, en cualquier momento, escaparse a un lugar seguro, pero no lo hará, ni se atreverá.
Jesús, quien conocía el corazón humano como no lo ha conocido nadie, ni antes ni después, comprendía nuestra dificultad y nuestra debilidad a este respecto; y con ese don sin igual de encontrar las palabras con vida, con ese poder mágico de expresar las cosas más fundamentales en un lenguaje tan claro, tan sencillo, tan directo que hasta un niño puede comprenderlo, nos manda: "Pedid, y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá. Pues quien pide recibe, quien busca halla y a quien llama se le abre".
Sería imposible imaginar una expresión más clara, o encontrar palabras más precisas que éstas. Sencillamente, no existen palabras de ninguna lengua más claras ni más enfáticas; y, sin embargo, la mayoría de los cristianos tranquilamente las pasan por alto, o las interpretan en un sentido tan estrecho que se pierde casi todo su valor.
Y de nuevo nos enfrentamos a este dilema —o Jesús sabía lo que decía, o no lo sabía— y, como difícilmente podríamos creer que no, tenemos que aceptar esas palabras como ciertas —¿cabe aquí alguna escapatoria?
Pedid, y se os dará. ¿No es ésta la Carta Magna de la libertad personal de cada hombre, cada mujer, cada niño del mundo? ¿No es el decreto de la emancipación de toda clase de servidumbre, física, mental, o espiritual? ¿Cabe lugar para la llamada virtud de la resignación, tantas veces predicada? El hecho es evidente: la resignación no es de ningún modo una virtud. Al contrario, es un pecado. Lo que condecoramos pomposamente con el nombre bello de resignación es en verdad una mezcla malsana de cobardía y pereza. No tenemos derecho a aceptar con resignación la disarmonía, de cualquier clase que sea, porque la disarmonía no puede ser la voluntad de Dios. No tenemos derecho a aceptar con resignación la enfermedad, o la pobreza, el pecado, la lucha, la infelicidad, o el remordimiento. No tenemos derecho a aceptar nada menos que la libertad, la armonía, el gozo, porque solamente así glorificamos a Dios, y expresamos Su Santa Voluntad, que es nuestra razón de ser.
Es nuestro deber más sagrado, en el nombre mismo de Dios, negamos a aceptar algo menos que la felicidad completa y el buen éxito y no nos conformaremos a los deseos y a las instrucciones de Jesús si nos contentamos con menos. Debemos rezar y meditar con perseverancia, y reorganizar nuestra vida según los principios de su enseñanza, hasta que logremos nuestro objetivo. No solamente es posible nuestra victoria sobre todas las condiciones negativas, sino que nos ha sido definitivamente prometida en esas gloriosas palabras, que constituyen la divisa de la libertad del género humano: "Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá."
El Sermón Del Monte - La Llave para Triunfar en la Vida.
Por: Emmet Fox
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Marcos 12:31)
Recopilado por:
alimentoparalamente@gmail.com
JESUCRISTO es, sin duda, la figura más importante que jamás haya aparecido en la historia de la humanidad. Esto hemos de admitirlo; no importa cómo le consideremos. Ello es verdad así le llamemos Dios u hombre; y, si le consideramos hombre, ya le tengamos por el más grande Profeta y Maestro del mundo, o meramente como un bienintencionado fanático que, después de una efímera y tempestuosa vida pública, sufrió el dolor, la ruina y el fracaso.
EL SERMON DEL MONTE
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