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miércoles, 25 de febrero de 2009

LA BIBLIA

LA BIBLIA

Desde fuera, la Biblia es una colección de docu­mentos inspirados que fueron escritos a través de siglos por hombres de todos los tipos y en circunstan­cias diversas. Muy contados de estos documentos que han llegado a nosotros son originales; en su mayoría se trata de redacciones y compilaciones de fragmentos más antiguos, y el nombre de los autores rara vez se sabe con seguridad. Esto, no obstante, no afecta en lo más mínimo al propósito espiritual de la Biblia; sino que en realidad carece de importancia. El libro, tal como lo tenemos, es una fuente inagotable de la Ver­dad espiritual, no importan los caminos por los que ha llegado a su forma presente. El nombre del autor de un capítulo cualquiera no tiene más interés que el de su amanuense a quien tal vez se lo hubiera dictado. La Sabiduría Divina es el autor, y eso es todo lo que nos importa. La exégesis o alta crítica se ocupa exclusiva­mente del aspecto externo, de la letra de las Escritu­ras, pasando por alto su contenido profundo, y tal crí­tica carece de valor desde el punto de vista espiritual.
El mensaje profundo de la Biblia nos es presenta­do a través de formas diversas: historia, biografía, así como lírica y otras formas poéticas; pero sobre todo se emplea la parábola para expresar la verdad espiri­tual y metafísica. En ciertos casos, lo que nunca ha­bía sido destinado a ser más que una parábola, fue interpretado literalmente durante algún tiempo; de ahí que a menudo haya parecido que la Biblia enseña cosas en completa contradicción con el sentido co­mún. Un ejemplo de esto lo tenemos en la historia de Adán y Eva en el Jardín del Edén. Interpretado correctamente, este relato es tal vez la más maravi­llosa de todas las parábolas. No fue el objeto del autor presentar esta historia como verídica, pero muchos la han tomado así, dando origen a toda una serie de absurdas consecuencias.
La Clave o interpretación espiritual de la Biblia nos libera de todas estas dificultades, dilemas y apa­rentes inconsecuencias. Al mismo tiempo, nos evita caer en las falsas posiciones del ritualismo, del evangelismo y también del llamado liberalismo, porque nos da la Verdad. Y la Verdad viene a ser nada menos que la sorprendente pero innegable realidad de que todo el mundo exterior —sea el cuerpo físico o las cosas comunes de la vida, los vientos y la llu­via, las nubes, la tierra misma— está sujeto al pensa­miento del hombre, y que él puede dominarlo cuan­do adquiere conciencia de ello. El mundo exterior, lejos de ser una prisión de circunstancias como comúnmente se le supone, no tiene en realidad nin­gún carácter propio, ni bueno ni malo. Su carácter es ni más ni menos que el que nuestros pensamientos le dan. Es plástico a nuestro pensamiento, cuya forma toma, y ello es cierto, entendámoslo o no, querámos­lo o no.
Los pensamientos que a lo largo del día ocupan nuestra mente, nuestro lugar secreto, están modelan­do nuestro destino hacia lo bueno o hacia lo malo. Verdaderamente, toda la experiencia de nuestra vida no es más que la proyección externa de nuestro pen­samiento.
Ahora bien, está en nosotros elegir la clase de pensamientos que albergamos en nuestro receptáculo mental. Acaso sea difícil cambiar el rumbo ordinario de nuestro vicioso modo de pensar, pero puede ha­cerse. Podemos escoger la índole de nuestros pensa­mientos —y en efecto, siempre lo hacemos así—, por consiguiente, nuestras vidas son justamente el resultado de nuestra selección mental. Son, por lo tanto, la hechura de lo que nosotros mismos hemos dispuesto, y en consecuencia, existe perfecta justicia en el universo. No existen sufrimientos como conse­cuencia del pecado original de otro, sino que recoge­mos la cosecha que nosotros mismos hemos sembra­do. Poseemos libre albedrío, pero este albedrío des­cansa en nuestra selección mental.
Tal es la esencia de lo que Jesús enseñó. Ello es, como veremos, el mensaje fundamental de toda la Biblia, pero no está expresado con igual claridad a través de toda ella. En los primeros fragmentos del libro brilla tenuemente como la luz de una lámpara envuelta en velos, pero a medida que pasa el tiempo los velos van desapareciendo sucesivamente y la cla­ridad de la luz va haciéndose más fuerte, hasta llegar a los pasajes de Jesucristo en que la luz alcanza su máxima pureza y resplandor. La Verdad nunca cam­bia, lo que cambia es la comprensión que de ella tie­nen los hombres. A través de los siglos esta com­prensión ha ido mejorando. En verdad, lo que llama­mos progreso no es más que la expresión exterior correspondiente a la idea cada vez más adecuada y amplia que se van formando los hombres de Dios.
Jesucristo recapituló esta Verdad, la enseñó cabal­mente y a fondo, y sobre todo la encarnó, es decir, la demostró en su propia persona. Ahora muchos de no­sotros podemos comprender intelectualmente lo que debe significar la plenitud de este mensaje, de lo que sucedería si se llegara a alcanzar una compren­sión completa del mismo. Pero lo que podemos de­mostrar es algo muy diferente. Aceptar la Verdad es el primer paso, pero poco hemos adelantado hasta que no la probemos en nuestras acciones cotidianas. Jesús demostró todo lo que enseñó, hasta la victoria sobre la muerte en lo que llamamos la Resurrección. Por razones que no viene al caso explicar aquí, suce­de que cada vez que superamos una dificultad por medio de la oración prestamos una ayuda a toda la raza humana en general, presente, pasada y futura; y la ayudamos a vencer esa misma clase de dificultad en particular. Jesús, al vencer toda suerte de limita­ciones a que la humanidad vive sujeta, y en particu­lar venciendo a la muerte, llevó a cabo una obra de un valor único e incalculable y por eso es lícito lla­marle Salvador del mundo.
En una ocasión de su ministerio que estimó con­veniente, Jesús quiso reunir y expresar toda su ense­ñanza en una serie de discursos, que probablemente le llevaron varios días, hablando quizá dos o tres veces al día. Este ordenamiento ha sido comparado en ocasiones y con bastante exactitud, a cierto siste­ma de escuelas de verano que tenemos hoy día.
Jesús aprovechó aquella oportunidad para hacer un resumen de su mensaje o, lo que es lo mismo, para poner los puntos sobre las íes, como se dice vul­garmente. Es natural que muchos de los presentes tomaran apuntes, los cuales fueron más tarde debida­mente reunidos y ordenados como el Sermón del Monte. Cada uno de los cuatro evangelistas reco­gió material de aquel sermón de acuerdo con sus puntos de vista personales, y es Mateo quien nos da la versión más completa y coherente. La presenta­ción que él nos ofrece es una codificación casi per­fecta de la religión de Jesucristo, y es por esa razón que se ha escogido la versión de Mateo como texto fundamental para este libro. Mateo contiene lo esen­cial; es personal y práctico; es conciso y específico, y no obstante su enseñanza es pictórica de luz. Una vez que el sentido de sus conceptos ha sido debida­mente comprendido, no falta sino ponerlos fielmente en práctica para obtener enseguida los resultados. La importancia y el alcance de tales resultados estarán en relación directa a la sinceridad y constancia con que sus instrucciones sean aplicadas. Ésta es una cuestión individual que cada uno tiene que respon­derse a sí mismo "nadie puede salvar el alma de su hermano, o pagar la deuda de su hermano". Podemos y debemos ayudamos unos a otros en determinadas ocasiones, pero es menester que cada uno de noso­tros aprenda a hacer su propio trabajo y a dejar de pecar, antes que pueda sucederle una cosa peor.
Si lo que deseamos realmente es cambiar nuestras condiciones de vida; si realmente queremos transfor­mamos; si de verdad anhelamos la salud, la serenidad y el cultivo espiritual, debemos poner nuestra mira en el Sermón del Monte, porque allí Jesús nos dice lo que tenemos que hacer. La tarea no es fácil, pero estamos seguros de que puede realizarse porque otros lo han hecho. Mas es necesario pagar el precio, y éste consiste en aplicar estrictamente los principios de Jesús en cada aspecto de la vida y en cada hecho cotidiano, tanto si sentimos el deseo de hacerlo como si no, y especialmente en aquellos casos en que nos sentimos inclinados a no hacerlo.
Si estamos dispuestos a pagar ese precio, enton­ces el estudio de este magnífico Sermón del Mon­te se convertirá para nosotros verdaderamente en el Monte de la Liberación.

El Sermón Del Monte - La Llave para Triunfar en la Vida.
Por: Emmet Fox
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Marcos 12:31)
Recopilado por:
alimentoparalamente@gmail.com

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